Considero a Marco Antonio Rodríguez el mejor silbante de México, aunque en este país esa distinción no remite a nada. Antes del encuentro los jugadores saludan de mano al árbitro y le desean suerte, pero cuando indica el inicio, comienzan a enviarle mentadas de madre como dardos envenenados, que no los escuche, claro, porque los expulsa. Pero la tribuna también juega su parte y en ese aspecto en específico, cobra los agravios que los jugadores no pueden.
Ser un árbitro solvente no significa ser infalible. Aunque hay quienes los ven como dioses punitivos, que cargan a todos lados la balanza romana de la justicia, lo cierto es que al silbante se le califica por la capacidad que tiene para conducir un encuentro, lo cuál significa tener entereza, carácter y un amplio sentido de la justicia y la política, si consideramos esta última actividad como el arte de gobernar y convivir saludablemente.
No cualquiera puede plantarse en el centro de un circo romano entre 50 mil personas a decidir quién tiene la razón, y no dársela, en muchas ocasiones, al equipo que es favorito de la multitud, que todo quiere a su favor y que, lo que es peor, está siguiendo con lupa la actuación del juzgador, en espera de que incurra en la más diminuta pifia para reprochárselo.
Los árbitros fallan, por supuesto, pero siempre tienen una excusa inapelable: son seres humanos.
Marco Antonio Rodríguez sancionó el encuentro entre Tigres y Santos, correspondiente al partido de vuelta de la final del torneo Apertura 2011, en el Estadio Universitario de San Nicolás, el 11 de diciembre. Supo conducir el duelo, como es su costumbre, pero tomó decisiones que parecen cuestionables, si no es que erróneas. En el minuto 11 decidió expulsar al arquero lagunero Oswaldo Sánchez por una barrida a los pies de Danilinho en el área grande. No se necesita tomar un curso de silbante para decir cuándo un árbitro actúa bien o mal. Hay pifias, como esa, que son inobjetables aunque, también, el árbitro sujeto al laxo reglamento podría decir que la falta calificaba para la tarjeta roja.
Rodríguez, conocido en México como Chiquidrácula, podría ser un objeto interesante de análisis emocional. Tiene gafete de FIFA, lo que lo posiciona en una élite de jueces internacionales. Además, posee temple y lo que parece ser una capacidad inconmensurable para exasperar a jugadores y cuerpos técnicos en los encuentros que sanciona. Pero además tiene una facilidad asombrosa para despachar tarjetas. En el viejo Oeste hubiera sido un pistolero temible. Parece que los nervios lo traicionan e interiormente sufre por ser el eje de la atención. Le duele generar una expectativa entre la gente, y la manera catártica que tiene de superar esa angustia es aliviándola obteniendo una generalizada rechifla o admiración. Si sufre porque la gente espera algo de él se alivia anticipando los desenlaces y no hay nada mejor que anunciar el Apocalipsis que levantando un pequeño rectángulo colorado que significa la muerte en un juego. Es una condición que un sicoanalista resolvería mejor que un servidor.
De cualquier manera, Santos no tenía escapatoria. En el primer partido no pudo reaccionar por una vasectomía con machete que le aplicó el Chato Rodríguez al Kito Viniegra, y que le significó la roja al inicio del duelo. Ahí sí fue inobjetable la expulsión. Tigres no tuvo la culpa que los laguneros se quedaran desarmados.
Ya en la vuelta, con un marcador adverso y con un hombre menos, los felinos del norte del país trapearon literalmente a sus vecinos de Torreón en lo que fue una final deslucida que sirvió para que Tigres alzara la copa luego de 29 años de sequía de títulos.
Tengo curiosidad por saber cómo los federativos calificarán la actuación de Chiquidrácula en esa liguilla.
