
A Ezequiel se le fue el sueño pensando en su trabajo.
Un doctor dijo que eso era normal después de un accidente, que tenía estrés postraumático y con el tiempo se le iba a pasar.
Sin embargo, ya lleva dos años con el insomnio y ni el té de tila ni las pastillas le ayudan a su cuerpo a abandonarse totalmente.
Su cerebro insiste en mantenerse alerta: un ojo al gato y otro al garabato, como decía su abuela Micaela.
“Ya pa’ si no” –explican sus vecinos del rancho–. Sí, Ezequiel es un sobreviviente del derrumbe de la mina que sepultó amigos, hermanos, tíos e hijos y llenó de luto al pueblo una aciaga mañana de febrero.
De puritito milagro él pudo salir otra vez a ver el sol.
Otro doctor le dijo que si quería volver a dormir más de tres horas seguidas cambiara de trabajo pero, ¿cómo?, si lo único que sabe hacer Ezequiel es escarbar la tierra y en Pasta de Conchos no hay muchas opciones para sobrevivir porque el desierto no se deja domeñar.
Así que por ahí anda el hombre, durmiendo de a ratos, tratando de no soñar con los difuntos porque le reclaman a gritos que los acompañe y evitando encontrarse a los deudos porque siente que, con su silencio, le reclaman estar respirando con ellos y no en el fondo de la mina, con sus compañeros de labores.
Ezequiel siente que está jodido.
Amaneció con el cabello lleno de canas y le dijeron que es por el sufrimiento, la mirada huidiza se la achacan a lo cerca que tuvo a la muerte y las arrugas de la piel que lo avejentaron diez años son porque siente culpa.
Lo único que le consolaba era saber que al menos las viudas y los huérfanos de sus compañeros de vida y de trabajo ya no pasarían penurias económicas.
Así lo prometió el presidente de la República, el gobernador y muchos otros funcionarios. Eso lo hacía sentirse un poco menos mal por estar vivo.
Lo malo es que hace poco le contaron lo que dice el periódico –porque ya hasta la tele se olvidó de la tragedia–.
Las autoridades explicaron que ya no puede haber más apoyos, que ya cumplieron con lo que la ley establece y si no es suficiente no es culpa de nadie: así lo dice la ley. Y como somos un país de leyes hay que respetarlas y hacerlas respetar.
Y Ezequiel se pregunta ¿Cómo le dice a su ahijado que los planes por los que su compadre luchó siete horas diarias, siete días por semana durante siete años –que el joven estudiara una carrera– nomás no iban a realizarse?
¿Cómo contarle a la comadre que la mina sí cumple su promesa de darles sustento a los trabajadores a cambio del riesgo de tragárselos un día, pero son los hombres de manos limpias y corbata quienes faltan a su palabra?
¿Cómo aclarar todo eso si ni él mismo lo entiende?
Ese es el trabajo de Ezequiel. Ese es el trabajo que le quita el sueño y no el otro, el de bajar a las entrañas de la tierra a ganarse –y jugarse– la vida.