Las campañas publicitarias para vender jabón empezaron hace un siglo. William Lever (1851-1925) fue de los primeros en gastar millonadas en eso; y, según cuentan, dijo que “La mitad de mi gasto en publicidad es un desperdicio. El problema es que no sé cuál mitad.”
En Mi lucha (1925), Hitler usa el ejemplo del jabón: ¿Qué diríamos, por ejemplo, de “anunciar alguna nueva marca de jabón” destacando las cualidades de la competencia? De igual manera, en la propaganda política, es absurdo reconocer la verdad favorable a los contrarios.
Y fue más lejos al decir que las grandes mentiras (de los otros, naturalmente) son más creíbles que las pequeñas, pues la gente supone ingenuamente que nadie se atreve a declarar mentiras tan grandes. Afirmó también que “El éxito de la propaganda comercial o política depende del uso consistente y perseverante”.
Se atribuye a Goebbels, su ministro de propaganda, este resumen: “Si dices una mentira suficientemente grande y la repites sin cesar, la gente llegará a creerla”. Y una versión simplificada: “Repite una mentira mil veces y la gente llegará a creerla.”
La propaganda pesa, pero no tanto. No toda la gente cree todo, aunque se lo repitan mil veces. La Unión Soviética tuvo un control de la opinión pública (en aulas, libros, prensa, radio y televisión) más completo y prolongado que los nazis. Bajo ese control, llegó a haber millones de comunistas que eran hijos y nietos de comunistas. A pesar de lo cual, al día siguiente de la caída del régimen, apareció un partido monarquista. Y ahora el mismísimo Putin va a misa con su mujer y revela que nunca deja su crucifijo.
En México, el presidencialismo no tuvo un control tan completo de la opinión pública, aunque fue prolongado. Al desaparecer, el cambio más notable ha sido que la propaganda a favor del Señor Presidente y la Revolución Institucional dio paso a la propaganda de los señores presidenciables y el protagonismo personal. Los políticos se anuncian como el jabón: venden limpieza y efectividad, no reconocen nada a la competencia y gastan todo lo que pueden en imponer su marca, aunque sea un desperdicio. Pregonan su capacidad de salvar a la patria demostrando su verdadera capacidad: la de estar en el candelero y aspirar a un puesto más alto, donde haya más dinero para anunciarse más y más. Exhíbete mil veces en el candelero y la gente llegará a creer que vales, aunque seas un fraude.
Afortunadamente para ellos, sus comerciales los pagan los contribuyentes. Tanto los que aportan voluntariamente, para influir, como los despojados por el fisco en beneficio de la casta de trepadores.
Paradójicamente, en vez de combatir ese derroche, algunos empresarios abogan por aumentarlo con su propio dinero. Alegan que prohibir el gasto privado en propaganda electoral restringe la libertad de expresión. No ven el problema de abrir la puerta a los narcos y otros millonarios del crimen, que gastan en propaganda para que lleguen al poder los candidatos que protejan sus negocios.
Pero, además, confunden opinión y propaganda. La esencia de la propaganda es la repetición. Opinar en una reunión, en un escrito, en una entrevista, en un debate, no es producir un comercial que se cuelgue en todos los postes y se repita mañana, tarde y noche en todas las estaciones de radio y televisión. Una cosa es opinar libremente, con la amplitud necesaria para expresar un punto de vista, y otra bombardear con mensajes breves y repetitivos. Una simple opinión puede tener la fuerza de un argumento convincente, pero no la fuerza de la repetición que entroniza unas cuantas palabras. Una opinión repetida mil veces no es una simple opinión.
La libertad de bombardeo (incluso comercial) debe estar reglamentada, sobre todo en las calles y en la televisión. No debe confundirse con la libertad de expresión. En la confrontación de ideas y de personas en un debate, gana el que convence. En el bombardeo, gana la repetición. La confrontación degenera en guerra de presupuestos, y abre la puerta al dinero del crimen.
También el gasto público en bombardeo debería prohibirse. Para elegir a los mejores candidatos, hay que conocerlos; y eso no se logra bombardeando comerciales. Hay que gastar en que discutan en numerosas ocasiones, y no limitándose a monologar por turnos, sino respondiéndose. Hay que promover el examen de sus posiciones y currículos, señalar falsedades y omisiones significativas. Hay que hacerles entrevistas largas y exigentes. Hay que obligarlos a defender sus proyectos frente a grupos de conocedores. Hay que confrontarlos con sus antiguas declaraciones, votaciones (si fueron legisladores) y actuaciones en el poder. No basta con que despilfarren vendiéndose como jabón.