
La Copa del Mundo 2010 no entraña, para los aficionados, más sorpresas que las que ofrecieron sus predecesoras. La diferencia aquí, como en numerosos productos de lujo, es el empaque.
Han sido tan cuidadosamente preparados los partidos y programas relacionados con la copa, que nada en esta justa deportiva pudo hacerse mejor, hablando en cuestiones de transmisiones televisivas. Las posibilidades de la tecnología CGI (computer images generated) son infinitas, tantas como las ilusiones de los interesados en el campeonato.
En México, país en el que temporalmente he recalado en estos días, observo que la selección de Javier Aguirre le ha traído renovadas expectativas a los aficionados aztecas. Hace 500 años Cristóbal Colón dijo algo que se aplica ahora: el mar trae siempre renovadas esperanzas. Lo mismo se aplica para el futbol.
Los aficionados viven la mentira del traje nuevo del emperador. Todos saben que está desnudo, pero nadie quiere gritarlo. Los que se atreven a decir que ahora la Selección Mexicana ofrece limitadas alternativas frente a rivales tradicionalmente poderosos, son lapidados con reproches y relegados por incrédulos.
Lo cierto es que esta nueva variante del Tri es lo mismo, la reproducción de sus predecesores fracasos, con nueva marca deportiva, cambio de algunos nombres, pero con idéntico membrete. La lapida en el panteón de los mundiales tendrá la misma inscripción de otros entierros.
Se habla ahora de un relevo generacional del equipo mexicano. Los potentes Ferraris se entreveran en la carrera con antiguos Volvos. El equipo mexicano está listo para asumir responsabilidades de adulto. Gio y Vela pisan la cancha de la mano de Blanco y Márquez. Los que fueron cadetes sub 17, héroes y campeones universales de Perú, maduraron para convertirse en los encargados de conducir al equipo.
Pero las matemáticas no cuadran, los balances no arrojan números negros, la cobija no alcanza para tapar a todos. La primera ronda fue de altibajos, una montaña rusa similar a las turbulencias que experimentan quienes han viajado a Sudáfrica y cruzan por el nebuloso Atlántico sur.
Un empate gris, primero, frente a los anfitriones, dejó incógnitas sobre el futuro del Tricolor. Luego vino una victoria sobre las tropas de Napoleón que hicieron sonar los antiguos bronces en la Catedral del Zócalo. La victoria de 2-0 sobre Francia hizo que, por unos seis días gloriosos, el quipo y su afición creyeran que habían ingresado a la élite del futbol mundial.
Se hacían conclusiones aventuradas: si equipos de economías precarias y peores que la mexicana, como Turquía y Croacia, arañaron el tercer lugar de la Copa del Mundo, por qué México no puede aspirar a un lugar entre los elegidos de la gloria.
El tercer partido, frente a Uruguay, fue como un movimiento trepidatorio en que casi derriba el Angel de la Independencia. El solitario gol del charrúa Suárez hizo que el ajedrez fuera derribado, que los naipes fueran barajados de nuevo, y la perla colocada de nuevo en la ruleta. Se comprobó que los silogismos no funcionan en el futbol.
Aún así, con ese descalabro, el equipo mexicano pudo colarse a octavos de final, de donde no ha podido pasar en los últimos cuatro mundiales. El rival es Argentina que tiene entre sus filas a Lionel Messi, que es algo así como un matamoscas de la cancha que no sólo aplasta, sino que abruma, sojuzga y avasalla a sus rivales con su presencia que parece mística.
De acuerdo, Messi no es Maradona. El Pelusa es un dios inigualable y aunque la Pulga sepa mover lindo la bola, no tiene ni el liderazgo ni la chispa del Diego Armando de todos, que prestidigitaba en los partidos.
Pero, claro, Messi es el 10 de Argentina, uno de los tradicionales invitados a la fiesta de la segunda parte del torneo mundialista, convertida, ahora, en otra competencia de eliminatoria directa en la que México se juega todo el domingo 27 de junio ante los ches.
¿Es tiempo para que México crezca? Se verá ese día.