
Rolando de Assis Moreira firmó con Gallos Blancos, de Querétaro.
Quien fuera el jugador más espectacular de la década pasada, un prodigio de medio campista, que hizo época con Barcelona, recaló en el modesto equipo de la liga mexicana, para pasar sus últimos años como futbolista, en paz y generando ingresos.
Es Ronaldinho, quizás, el jugador con más cartel que ha llegado al balompié mexicano.
Ya sabemos que alguna vez pisaron canchas aztecas, enrolados en equipos locales, jugadores míticos como Eusebio, Direcu, Kostadinov, Lato, Zamorano, Bebeto, Butragueño, por mencionar algunos que brillaron en el firmamento internacional.
A Dinho todavía se le puede considerar un astro. Siempre lo fue. Aún ahora demuestra su clase cuando recibe la pelota. Sabe exactamente qué hacer con ella. Evidentemente, sus facultades están menguadas, a punto de la extinción, pero es solvente.
A sus 34 años, el brasileño viene a pasarla bien. La afición ya vio su desempeño, en unos partidos iniciales. Lo que se aprecia es a un futbolista con oficio que viene a hacer su trabajo, sin aspiraciones mayores. El espíritu deportivo se apodera de cualquiera, por lo que pienso que si sale a jugar solamente para cumplir, el mismo calor del partido, lo hará desear el triunfo. La inercia de los encuentros le dictará la necesidad de entregar más.
Sin embargo, no veo en él hambre de conquista. Percibo que ya tuvo todo lo que quería y que ahora seguirá trotando algunas temporadas, entrenando lo suficiente, para gozar los réditos de sus glorias pasadas. No corre en la cancha, no se sacrifica. Sabe que siempre ha sido un poderoso magneto en la taquilla y explotará la fascinación que hay en el mundo por verlo.
Villoro dice que algunos cracks cariocas encuentran en las discotecas su terapia siquiátrica semanal para desestresarse. Rolandinho viene precedido de fama de fiestero. Sin embargo, extrañamente en todos los lugares a los que ha ido, ha triunfado. Y estoy seguro que no ha cambiado su forma de ser para venir al país.
Ahora viene a Querétaro como la mujer barbuda del circo, como un objeto fascinante de curiosidad y adoración. La mayoría de los mexicanos no lo vio en su etapa de esplendor con el Barza o en sus máximo potencial, conquistando el quinto título con la canarinha. Está aquí un jugador venido a menos, pero que es un espécimen itinerante de clase premier, pieza viviente de museo que concita a verlo.
Se suma, así, a la lista de grandes nombres del balompié internacional que han encontrado en México un refugio para colgar los tachones en paz. El cementerio de elefantes en que se ha convertido el futbol nacional, le da seguridad a los viejos paquidermos, que ven con tristeza cómo sus nombres son descolgados de las marquesinas y sus afiches rematados por que pasaron de moda.
Es el destino triste o feliz de los grandes jugadores, ir a ligas menores a cobrar algunos dólares más al final, para obtener ingresos que les ayuden a sobrellevar la vejez prematura que enfrentan a sus 40 años.
Es feliz, si se consiguen un buen contrato, que les sume ceros a su cuenta bancaria. Es triste, por otra parte, verlos en comparación con lo que fueron.
A Ronaldinho lo admiré alguna vez en vivo, en el mundial de Japón Korea 2002. Aquel 21 de junio, en el Estadio Shizuoka, enfrentó a Inglaterra en cuartos de final y marcó el gol definitivo para avanzar. Fue un tiro directo de tres cuartos de chancha de Seaman sólo vio pasar por encima de su cabeza, para entrar, mágicamente, en el ángulo. Todavía me pregunto si el astro centró o si tiró a puerta.
Con esa imagen me quedo, no con la que veo ahora con la casaca de los Gallos Blancos.