
La miré inmóvil, parecía casi dormida pero detrás de esos enormes lentes negros con adornos dorados sus ojos escudriñaban –horadaban– el vacío.
Apenas y parpadeaba; su mente estaba tan ausente de nosotros como presente estaba su físico de cintura imperceptible y caderas shakirescas.
Yo mezclaba mi admiración con bostezos porque a las 6:45 horas los amodorrados zombis que atestamos la estación Cuauhtémoc del metro sabemos que el desvelo es de quien lo trabaja.
En cada sacudida del vagón la camisa se me desfajaba y el cabello se me volvía un nido de cotorras. Tan temprano y ya mi apariencia estaba del nabo.
En cambio ella parecía un maniquí, viajaba en su propio mundo, donde ni el aire la tocaba.
Todas mis mañanas –de lunes a viernes– de ese mes de junio fueron simplemente maravillosas.
Ya estaba animándome a hacerle plática cuando cambió de horario, de trabajo, compró coche o qué sé yo, pero dejó de acudir a nuestra cita matutina en el metro.
Desapareció. Mi musa mañanera, la única razón para esbozar una sonrisa los lunes, se fue de mi vida.
Por eso anoche, cuando volvía del antro buscando un taxi cerca de la estación Cuauhtémoc, mis alcoholizados sentidos brincaron de gusto cuando casi choco contra esos inconfundibles lentes al doblar en una esquina en penumbras.
¡Era mi musa! Me dieron ganas de llorar de la emoción y sin poder contenerme le planté un beso rápido pero intenso en sus labios rojo cereza.
Siempre es mejor una bofetada por atrevido que ahogarse en el anonimato por pusilánime.
Cuando nos separamos me sonrió y me acarició el rostro. Yo también pasé mi mano por su mejilla y sentí el inconfundible cutis de una barba recién cortada al ras.
Sin dejar de sonreír me dijo, con una voz parecida a la de mi tío Poncho, el trailero:
–Otro día, papito. Hoy ya tengo cliente– y se metió a uno de los bares cercanos.
Yo me fui alejando despacio con un par de dudas en mi cabeza:
¿Dónde estará mi verdadera musa… y cómo le hará ese tipo para lograr una afeitada tan perfecta?