
El debate es viejo. ¿Debe el futbol mexicano acotar el cupo de jugadores naturalizados? El argentino Daniel Ludueña lanzó, de nuevo, la piedra en el estanque y las ondas expansivas removieron, de nuevo sentimientos nacionalistas que parecían apaciguados. El jugador de Pumas no hizo más que externar una inquietud que campanea en todo el mundo. La inquietud es la misma, aunque con diferentes momentos.
En Europa, por ejemplo, donde están las mejores ligas del mundo, y donde, en cada competencia internacional pasan por la cancha las grandes estrellas como si fuera una alfombra roja del Oscar, la polémica ya fue superada. La promiscuidad nacionalista ya es social, política y económicamente aceptada. Europa entendió que debía funcionar como una comunidad y los países del continente, en su mayoría, firmaron un pacto para igualar formas de vida. En su futbol es lo mismo.
Ya se sabe que los jugadores de aquellas latitudes pueden integrar elenco en cualquier país del Viejo Continente, con su pasaporte comunitario. México no es ajeno a la tendencia. El circuito tenochca ya está plagado de naturalizados. Por ascendencia o por conveniencia, cada vez más extranjeros, principalmente sudamericanos, abrazan la bandera tricolor y se declaran mexicanos.
Hasta la temporada pasada había 54 nacionalizados en el país, de un total de 159 elementos no nacidos en México. Chivas rayadas de Guadalajara, el emblema máximo del chovinismo, también tiene sus pecados: por ahí anduvieron Isaac Brizuela y Miguel Ponce, nacidos en Estados Unidos, pero adoptados por el país debido al origen de sus padres.
El mundo evoluciona, las fronteras se difuminan. Europa está adelantado en derechos civiles. La idea de un planeta para todos, es una aspiración que avanza un poco más por aquellos lares. En Centroamérica, una de las regiones más inestables del mundo, la misma cohesión lógica se ve lejana, y más con México, formando casi un apéndice del vecino del norte.
Lo dijo con sabiduría Alejandro Rodríguez Miechielensen, presidente de Tigres: el buen jugador destaca donde sea. Es un sofisma suponer que el extranjero le quita trabajo al mexicano, como un depredador laboral. Se supone que hay importaciones por necesidad de calidad. Para buscar gol hay que mirar al sur. Es triste, pero cierto. Se cuentan pocos artilleros de cepa. ¿Qué equipo va a querer un once chato? Si los canteranos no pueden surtir pólvora, hay que cruzar las aduanas.
La Volpe lo ha dicho, también. En el mismo sentido, señala que el futbolista mexicano no emprende el vuelo porque sus alas son carísimas. Tiene mucho sentido. Los jugadores de Concacaf, salvadoreños, panameños, ticos, por montones, andan jugando en otras ligas, muchos van a Europa, porque no cuestan. Algunos brillan, pero la mayoría está en equipos pequeños. Juntos, como se ve a nivel selección, no arman estofados condimentados. Si el azteca estuviera menos cotizado, con un precio que no estuviera inflado por la voracidad de los clubes, se contarían por decenas los expatriados, que seguramente, también andarían en trámites naturalizadores.
No hay solución, ni reversa. El futbolista que asume una nueva patria es una tendencia irreversible. Así como parece imposible la instalación del esperanto como idioma universal, también es una utopía suponer que acabarán los movimientos migratorios, que la gente nacerá y morirá en un mismo pedazo de tierra, y más si tiene un dote para un arte en particular, una habilidad para mover la pelota.
Los extranjeros llegan a México para reforzar el juego, para hacerlo mejor. La competencia forma parte del negocio de los equipos. Para el aficionado, el juego es sólo un espectáculo que adora.
Que siga el show. Hay que dejarlo crecer.