Creo que es la primera vez que lo hago en este espacio, pero lo amerita. De parte de doña María Teresa y don David Juárez, gracias a la alcaldesa de Reynosa, Maki Ortiz, y a su hijo Carlos Peña Ortiz.
— ¿Quiere ir a Williamsport a ver jugar a su nieto?—, le pregunté a doña María Teresa. Eran pasadas las 11 de la noche del jueves 24 de agosto en una comunicación telefónica de Monterrey a Reynosa.
Horas antes Samuel Juárez había sacado los seis últimos outs en el juego de México contra Canadá por el pase a la final del grupo internacional del Mundial de Ligas Pequeñas, cuya sede es el pequeño poblado del Este de Estados Unidos que conocí en 2009 y me pareció un Disney del beisbol infantil.
— ¡Claro que sí—, me respondió la señora que no esperaba la invitación de alcanzar a su hijo David Abraham, padre de Samuel, a su nuera y su otro nieto que habían llegado a Williamsport, Pennsylvania, en un cansado viaje por carretera de casi dos días desde la frontera norte de Tamaulipas.
Con su esposo David Juárez y parte de la familia -en su sencilla casa ubicada atrás de Soriana Morelos-, apoyaban a la Liga Treviño
Kelly que estaba representando a México; en cada juego que enfrentaban los 14 niños buscando repetir el campeonato mundial como se logró en 1957, 1958 y 1997.
—Muy bien. No se me vayan a dormir usted y don David. Apenas colgando voy a comprar los boletos de avión—, le dije a la abuelita de Samuel, prometiendo volverle a llamar para darle santo y seña sobre a qué hora salían los vuelos de McAllen a Dallas y posteriormente a Filadelfia.
Fue de esas ocasiones, como se dice, se alinean los astros: el lado humano del periodismo con una idea; la sensibilidad de un patrocinador para costear el viaje; el tiempo, en este caso las horas que estaba a nuestro favor, y el pacto con ellos para que su llegada al partido contra Japón fuera una verdadera sorpresa.
El director general de Hora Cero, Heriberto Deándar Robinson, estaba enterado de lo que sucedía esa noche casi madrugada. Perdimos comunicación cuando le dije que junto con el reportero Pedro Ortiz, doña María Teresa y don David volarían el viernes 25 por American Airlines para llegar el sábado 26 a la final internacional del evento.
— Pueden dormir tranquilos (iba a ser difícil por la emoción, pensé luego). Ya están las reservaciones y mañana se pone en contacto con ustedes Pedro Ortiz y verse en Migración de Estados Unidos para pedir el permiso—, precisé a la abuelita de Samuel.
Colgando, me reporté con mi reportero. Era casi la una de la mañana del viernes 25 de agosto. Él tendría la encomienda de llevarlos a Williamsport y traerlos a Reynosa en un cansado viaje de más de 3 mil kilómetros que tuvo que modificarse en Dallas cuando se perdió la conexión a Filadelfia.
Al llegar a Dallas en el vuelo de McAllen, rápido los tres subieron al tren que los cambió de sala, pero al estar frente a la puerta de salida se dieron cuenta que el avión de los sueños ya había despegado. —¿Y ahora qué hago?—, se preguntó Pedro.
Él nunca había viajado tan lejos dentro de Estados Unidos, ni por tierra, menos por aire; para don David era la primera ocasión que se subía a un avión, y doña María Teresa lo había hecho muchos años atrás que ya estaba archivada en su memoria esa experiencia. Eran como las ocho y media de la noche.
— Ya no hay vuelos para Filadelfia, hasta mañana a las ocho de la mañana—, me comentó Pedro. Y de haber esperado ese vuelo nunca llegarían al partido México contra Japón programado para las 12:30 de mediodía porque aún faltaban tres horas y media por carretera hasta Williamsport.
Sin hablar inglés ninguno de los tres, Pedro pidió el apoyo de una empleada bilingüe de la aerolínea.
— ¡Pide que los suban al avión que va a Newark y está retrasado en su salida! —, sugerí y bendije a Internet que me permitió ver los vuelos. Desde ese aeropuerto de Nueva Jersey, Wlliamsport está a tres horas en camino, y llegarían como a las cuatro de la mañana con un carro rentado.
— ¡Está lleno Newark!—, me respondió con voz apagada.
La alternativa sugerida por la empleada de la compañía era tomar un vuelo a las diez y media de la noche a Chicago y dormir en la sala de espera; a las cinco de la mañana abordar otro a rumbo a Filadelfia con llegada tres horas después, y luego continuar el viaje sobre ruedas a Williamsport. Así fue, no había otra opción.
Los tres pasajeros, entre ellos don David que orgulloso llevaba en su cabeza una gorra de México, medio durmieron en el aeropuerto O’Hare de Chicago en una fría sala de espera desierta y con apenas una hamburguesa, papas fritas y refresco en su estómago.
Puntual a las ocho de la mañana, el avión aterrizó en Filadelfia, tomaron el vehículo rentado y se enfilaron por la autopista acompañados por un espectáculo de verdes colinas, altos pinos y venados que pastan a las orillas. Pedro -chofer, guía y reportero- apenas había medio dormido hora y media. También sus sexagenarios compañeros de viaje.
Cuando las gradas del estadio del juego Final Internacional empezaban a llenarse, doña María Teresa y don David cruzaron los accesos con su boleto en mano, sonrientes y con la emoción a flor de piel; minutos después los besos, los abrazos y las lágrimas se mezclaron ante la sorpresa de sus familiares por su inesperada llegada.
— ¡Aquí estamos, papi! ¡Que Dios me lo bendiga y para adelante, porque son campeones y hay equipo!—, fueron las palabras de la abuelita a su nieto tras la reja que separa el campo de juego y las tribunas antes del comienzo del partido.
El resto de la porra mexicana, los papás de los otros 13 niños también los recibieron con emoción. Sabían que dos semanas antes no habían podido hacer el viaje porque un segundo autobús no se llenó, y la opción de volar estaba fuera de su alcance, definitivamente.
México perdió cinco carreras a cero. Samuel lanzó una entrada y sacó los tres outs con casa llena; al bat, no estuvo efectivo como el resto de sus compañeros ante la supremacía de los japoneses, y el domingo 27 ganaron su partido y alcanzaron un glorioso tercer puesto: como un bronce mundial.
El lunes 28 de agosto los tres pasajeros regresaron a McAllen y a su casa en Reynosa. ¡Misión cumplida!