En su Técnica del golpe de Estado (1931), Curzio Malaparte mostró la importancia de tomar los medios desde el primer momento, para comunicar la impresión de un hecho consumado, irreversible y feliz, hacia tiempos mejores.
No había entonces televisión, cuya fuerza comunicativa le ha dado el primer lugar en relación con el poder. Es de suponerse que las estaciones hoy estén custodiadas para resistir un asalto; y que, a todas horas, alguien esté viendo la pantalla con la mano puesta en un interruptor, para suspender en el acto una transmisión no autorizada.
En 1938, Orson Welles hizo una adaptación radiofónica de La guerra de los mundos de H. G. Wells, y tuvo la genial e irresponsable idea de presentarla como si fuera un noticiero. Mucha gente creyó que las noticias eran de verdad, y que los marcianos avanzaban hacia Nueva York. El pánico fue mayúsculo.
Definir la realidad es un poder cuando se ejerce en los medios públicos. La definición puede ser irresponsable o prudente, inteligente o burda, sincera o mentirosa. Puede esclarecer, confundir o disfrazar. Puede estar al servicio de la conciencia pública o de otros intereses. Históricamente, el medio decisivo fue cambiando. En el siglo XVIII, la Enciclopedia y los panfletos prepararon la Revolución francesa. En el XIX, la prensa fue llamada el cuarto poder. Desde la primera mitad del XX, la radio forma parte de ese poder; y, desde la segunda, la televisión ocupa el lugar central. No está claro que la web llegue a desplazarla, como algunos suponen, porque su transmisión es de tipo telefónico: horizontal, y de múltiples focos incontrolables.
La televisión puebla la mente de los niños, jóvenes y adultos. Enriquece su vida, como los juegos, los libros o la escuela, aunque sin el esfuerzo activo que éstos requieren. Su potencial enriquecedor tiene posibilidades únicas, a veces realizadas. Pero su potencial degradante rebasa a los otros medios. La contaminación del ambiente que se propaga desde la televisión tiene una fuerza incomparable.
La radio tiene menos fuerza porque no es visual y está muy fragmentada en públicos pequeños. Los diarios no son tan visuales, ni tan inmediatos, ni tan fáciles de entender. Los espectáculos en locales cerrados, por degradantes que sean, no ofenden a quienes no los buscan, haciendo el viaje, pagando y entrando; y pueden excluir a los niños. Los libros son de alcance limitado, con excepción de los bestsellers y los libros de texto.
Además del medio, pesa la presentación del contenido. La gente ve las fotos y lee los titulares (no necesariamente el texto) suponiendo que los periodistas hacen su tarea: que investigaron sólidamente para sustentar lo que afirman, y dominan el contexto que permite destacar lo importante. No siempre es obvio cuáles afirmaciones son boletines oficiales, inserciones pagadas, filtraciones mal intencionadas, calumnias, chismes o amarillismo vendedor de escándalos, sangre y sexo. La confianza en los medios se refleja en las encuestas: los entrevistados opinan mejor de las personas más vistas (algo tendrán, si tanto los presentan).
El caso de los anuncios (comerciales o políticos) es distinto. La gente supone que la información es falsa, o cuando menos interesada. Esta desconfianza la protege, aunque sólo hasta cierto punto, porque las mentiras repetidas pesan.
La confianza pública es un bien capital para el desarrollo personal y social. Hay que cuidarla. El cuidado debe estar a cargo, en primer lugar, de los propios medios. Pero no basta con eso, sobre todo en el caso de la televisión, ahora que se ha vuelto dominante en la venta de productos, marcas, instituciones y personalidades. Es una simpleza creer que “la disciplina del mercado” basta para eliminar los abusos de la confianza pública. O que una tercera cadena de televisión comercial mejorará la calidad. La competencia abarata los contenidos, como se vio al pasar del monopolio al duopolio.
Casi nadie sabe que existe el Consejo Nacional de Radio y Televisión, cuyas atribuciones incluyen: “Elevar el nivel moral, cultural, artístico y social de las transmisiones.” Esta responsabilidad apareció en la Ley Federal de Radio y Televisión del 8 de enero de 1960, y sigue vigente. Dado el medio siglo transcurrido, el nivel hoy debería ser formidable, pero no es así. El Consejo debe explicar por qué.
El mercado es una institución mejor que el Estado en muchísimas cosas, pero no es el marco de todo lo social, sino al revés: está enmarcado en el conjunto de las instituciones sociales. Puede haber (desgraciadamente) sociedades sin mercado, pero no mercado sin instituciones. El mercado no es la ley de la selva. No se puede aceptar que los narcos, los secuestradores y los tratantes de niños o mujeres hacen negocios como cualquier otro empresario. Ni se puede alegar la libertad de expresión para que patrocinen a quienes les convenga infiltrar en el aparato del Estado.