El inglés John Milton sentó las bases de la libertad de prensa con su discurso conocido como “La Aeropagítica”, que pronunció encendidamente en 1664 ante el Parlamento de Londres y dos siglos después su paisano Stuart Mill consolidó tal concepto con la publicación de su libro “Sobre la Libertad”, que es todavía considerado el análisis liberal más convincente acerca de los límites que deben respetar los gobernantes en el ejercicio de su poder.
Sin embargo, el golpe decisivo a favor de la libertad de los periodistas en su trabajo está en la lectura de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, cuando los Padres Fundadores proclamaron solemnemente que el Congreso no podrá apoyar ninguna ley “que coarte la libertad de palabra y de prensa”. Todavía más: uno de ellos, Thomas Jefferson, dijo, cuatro años antes, que no puede haber una verdadera democracia y un buen gobierno sin absoluta libertad de prensa, además de pasar a la historia en este terreno por su contundente frase célebre: “Si se me dejara elegir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en elegir lo segundo”.
Desde entonces esta teoría ha convocado a políticos, intelectuales, escritores e investigadores a contextualizar el concepto de la libertad en una sociedad democrática, suscribiendo la mayoría, la propuesta de Lord McGregor of Duris, presidente en 1991 de la Press Complaints Commission de Gran Bretaña: “Una prensa independiente es la forma más efectiva y poderosa de control, al sostener a un electorado crítico –porque está informado– , gracias al fomento de la transparencia. Publica y que te maldigan, decía el duque de Wellington: ésa es la responsabilidad de la prensa”.
Pero en nuestros tiempos esa libertad se ha extendido a todos los ciudadanos, mediante la revolución tecnológica, concretamente de la masificación de Internet, de los celulares inteligentes y de las redes sociales, que han venido a sustituir a los intermediarios en el proceso comunicativo de los gobernantes con sus gobernados, quienes ahora se han sumado a lo que en un tiempo se dio en llamar “el perro guardían” de la sociedad, para vigilar a quienes ejercen el poder en cualquiera de sus manifestaciones, incluido el periodístico, pero principalmente el político.
Por eso es de aplaudirse la claridad con la que el presidente López Obrador expresó la mañana del 7 de octubre, pronunciándose porque su gobierno no practica la censura en los medios de comunicación ni promueve el despido de conductores, columnistas y periodistas que son críticos de su administración. “Antes la consigna era obedecer y callar. Pero ahora ya no. Ahora la vida pública es cada vez más pública y no se censura a nadie. Si ustedes notan que alguien quiere limitar la libertad de expresión, de manifestación o la libertad de prensa, denúncienlo… ¡Nunca más casos de censura en los medios!”.
Pero defendió su derecho de réplica, aclarando que no debe confundirse con ataques a la prensa. “La única cosa que siempre he planteado que no se debe considerar como una afrenta”, advirtió ese día, “es que nosotros también podemos ejercer el derecho de réplica, porque a veces dicen que cuestionamos o atacamos a nuestros adversarios. No son ataques, son cuestionamientos, es responder a quienes calumnian, a quienes no dicen la verdad. Tenemos ese derecho. Pero eso es parte de la democracia y no es censura”.
En efecto, no debemos negar que hay infiltrados en los medios tradicionales, y no se diga en las redes sociales, que, más que periodistas, son auténticos francotiradores que obran de mala fe y disparan con la intención de dañar, confundir o manipular con sus informaciones y sus críticas, abusando flagrantemente de la libertad de expresión y de prensa. Y así como condenamos a quienes se arrodillan ante el poder y callan cuando deben gritar para alertar a la opinión pública u orientarla debidamente, así también renegamos de los pistoleros a sueldo que pierden el equilibrio en su profesión la cual debe basarse en la objetividad del relato de hechos y declaraciones, denunciando lo denunciable pero, igualmente, aplaudiendo lo plausible, porque es en la justa ponderación del análisis a la hora de ejercer la crítíca donde se revela quien es digno de tener acceso a la tribuna pública.
El error es perdonable. La mala fe y la intención torcida, nunca. De que a quienes también son atacados por el poder porque proceden con energía en sus mensajes, han de saber que los receptores que esperan lo mejor de su profesión les recuerdan lo dicho por el duque de Wellington: “Publica y que te maldigan; ésa es la responsabilidad de la prensa”.