
Bortei Kureluga es una mujer que pasa desapercibida para el mundo. Los aficionados al futbol no saben quién es, aunque debieran. La elegante dama, nacida en Mongolia, es una de las administradoras generales de la FIFA. Por el pequeño escritorio que tiene en su oficina, ubicada en los sótanos del enorme edificio del organismo, en Zurich, pasan absolutamente todos los estados de cuenta y cheques con los que se manejan los recursos pecuniarios del poderoso organismo, que rige la vida deportiva de 209 asociaciones miembro, en las que se reúnen 270 millones de jugadores, entrenadores árbitros, profesionales y amateurs, que conforman el conglomerado de la Federación.
La señora Bortei, como se le conoce, habla unos 10 idiomas, tiene postgrados en universidades de Norteamérica y Europa, y su característica más sorprendente es que, aunque es un genio de las finanzas, no sabe nada de futbol. Coincidí con ella el 25 de julio de este año, en el majestuoso Palacio Konstantin de San Petersburgo, donde fue efectuado el primer sorteo de las eliminatorias rumbo al mundial de Rusia 2018. A ella le genera risa mi gusto cercano al fanatismo por el futbol, que sé ocultar muy bien en ocasiones de etiqueta, como esa. Cada vez que nos vemos, hablamos sobre algún tópico que a ella le resulta singular sobre el juego. Esa vez, a la hora del coctel, me mencionó, extrañada y divertida, que le llamaba la atención que los futbolistas profesionales, adultos que manejan millones de euros en sus cuentas, que son empresas, ellos solos, y que conducen poderosas fundaciones, cuando entran a un terreno de juego se transforman en niños. Le comenté que, precisamente, una de las bendiciones que aporta nuestro deporte, cuando hay un partido de cualquier nivel, es que da la oportunidad de regresar a la infancia. El jugador vuelve a tener 14 años cuando conduce una pelota, le dije emocionado. O quizás tiene menos edad, dependiendo de la mentalidad y temperamento de cada uno.
Me decía, divertida, que cuando era necesario asistir a un encuentro, le gustaba ver tanto como los goles, las celebraciones. Le parecía curioso que un hombre barbado y circunspecto como Andrea Pirlo, con el que alguna vez coincidió en una gala en Praga, según me dijo, celebrara como un chiquillo cuando anotaba un gol. El italiano le recordaba a sus propios hijos, todos ya casados, que en el hogar que tienen en Lugano, jugaban en el parque comunitario con absoluto entusiasmo pese a que las temperaturas mayormente frías, dificultaban el juego. Ella se sentaba a verlos jugar para disfrutar con su gozo.
Ya trabajaba en la FIFA cuando se jugó el mundial del 2006. La señora Bortei estuvo en el juego final, en el Estadio Olímpico de Berlín, cuando ese hombre tan apuesto y culto, Zinedine Zidane, agredió con la cabeza a Marco Materazzi. Al principio, me dijo, se sintió indignada por ese acto absolutamente reprochable en todos los sentidos deportivos. Me confesó, en secreto, que le hubiera gustado dar su opinión para castigar severamente a ese joven por el gran equívoco. Luego supo que al final del encuentro, se retiró.
La prensa no lo supo, pero hubo sesiones enteras de discusión, en la sede de la FIFA, sobre el Zidane affaire, me reveló. El edificio sede es un gran parque temático, con algunas canchas de futbol. En una de ellas, hubo recreaciones prácticas de la jugada, para analizar los efectos sicológicos que llevaron al francés a agredir al italiano. Le dijeron a ella que estuviera presente y siguió órdenes, pero no intervino en lo absoluto en esas jornadas de debate. Sin embargo, estando cerca de dos hombres, actores ellos, que representaron el cuadro patético, entendió que la testosterona, la emoción y las bárbaras dosis de inmadurez de muchos futbolistas, los llevan a incurrir en actos tan alejados de su verdadera personalidad. Volvió a ver a Zidane, incluso saludó a su esposa y a sus niños, y le parecía imposible que ese tipo tan inteligente, se hubiera comportado como un barbaján aquella noche en Alemania. No supo ella cuáles fueron las conclusiones del análisis de la jugada. Le entregaron una copia que guardó, sin ver, bajo llave, en su escritorio. Pero elaboró su propia teoría. Me dijo que, desde su punto de vista, esos arrebatos de felicidad salvaje y violencia destructiva, a las que son propensos los futbolistas, se pueden explicar por la regresión a la que alegremente se subordinan cuando juegan con una pelota. Olvidan que son parte de una gran empresa, que ganan millones, que son adorados por países enteros. Lo único que les interesa, allá abajo, sobre la grama, es ganar.
Nos despedimos y me dejó reflexionando la importante funcionaria. La señora Bortei me enseñó, esa noche, que muchas veces la gente que está más retirada del balón, es la que ve con más claridad los partidos.