
Saludé a Jürgen Klinsman en la pasada conferencia de entrenadores de la FIFA, en Moscú. Ahí me adelantó que iba a ser firmado por Estados Unidos para guiarlos en la ruta hacia el mundial del 2014. Le desee suerte y le reiteré mi agrado por el sistema deportivo norteamericano: los federativos se basan en proyectos, no en puntos. Aunque hay un seguimiento de resultados y una presión siempre presente por la evaluación favorable para avanzar en las metas, le dan el mando a una persona de fiar y permiten que haga su trabajo, suponiendo, por lo general con justeza, que su desempeño será de primer nivel, con honestidad y eficiencia. Se basan en ese país en proyectos largos.
El alemán estuvo de acuerdo. Después de la experiencia que le dejó un honroso tercer puesto como director técnico del combinado de Alemania en la Copa 2006, donde fueron anfitriones, sabía que era necesario ventilar su existencia, darse espacio para reencontrarse después de la intensa aventura mundialista, y recargar energías como Ícaro de vacaciones, tomando el sol en las playas de Ibiza.
Como jugador ya había sido campeón del mundo en Italia 90. Se le recuerda como uno de los atacantes con mayor vocación criminal, un genuino depredador del área, que corría de puntillas para no hacer ruido y fusilaba inesperadamente a los arqueros desde cualquier ángulo. Dominó la escena en esa década que cerró el milenio, cuando el mundo encontró su definición globalizada con la masificación del Internet, y el futbol se convirtió en el monstruo de mercadotecnia que ahora, consolidado como producto de probada calidad universal, recibe sin rival la atención del planeta.
Los que los conocemos, sabemos que Jorge –así le decimos sus amigos- es una excelente persona que sueña futbol, que odia la lasaña, aunque en el Inter de Milán se echara al bolsillo a todo el país por su calidad y carisma. Además es un tipo muy culto, que lo mismo habla de la muerte del Catenaccio como sistema defensivo, que del nuevo expresionismo del cine alemán. Su vocación políglota lo hace hablar de manera más que aceptable el italiano, español, mandarín, inglés, portugués y francés.
Como buen alemán, encuentra siempre una enseñanza en la derrota. En la sobremesa, con cierto humor lamentaba que la comunidad internacional no le perdonara a su país los horrores de la segunda guerra mundial más de medio siglo después. Estaba seguro que si le permitieran tomar a Alemania un asiento en el consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el mundo sería un lugar menos riesgoso.
Nos despedimos con el compromiso de reencontrarnos en América.
Lo volví a ver en Filadelfia el miércoles 10 de agosto, al finalizar el encuentro entre México y Estados Unidos, que culminó con un empate a un gol. El partido, como todos lo saben, tuvo una finalidad pecuniaria. Cuenta en el palmarés histórico, claro, pero es, más que nada, un entrenamiento con público que permite ingresar a las respectivas federaciones millonadas por taquilla y derechos de TV.
Jorge le encontró un plus al cotejo. Con una visión periférica desde el banquillo pudo ver, por vez primera a sus muchachos en toda su dimensión, con luces y sombras. Esa noche, en la cena que disfrutó con sus asistentes y directivos de la FIFA, estaba exultante.
Había entendido las claves del accionar de su equipo. Se manifestó sorprendido como un país, como Estados Unidos con una enana tradición futbolera, hubiera escalado tantas posiciones en entendimiento y juego de conjunto en tan escaso tiempo. Festejaba que ahora, a diferencia de hace 20 años, ni México, ni nadie podía burlarse de su escuadra.
Me dijo, no sin malicia, que el Tri menos que nadie, podía hacer mofa de sus pupilos porque él les había dado la puntilla en aquel juego de octavos de final en el Mundial de Francia 98.
En ese punto de la conversación quería estirarle la lengua. Le pregunté cuáles eran esas claves del juego de los norteamericanos. Me miró con esos ojos vivaces e inteligentes y me respondió solamente: “El mundo se sorprenderá en las eliminatorias rumbo a la Copa del Mundo de Brasil”.
Tomó la copa de oporto, la miró a trasluz enigmáticamente y me pidió que dejáramos de hablar de futbol, y que mejor le explicara por qué las personas dibujadas en las pinturas de Frida Khalo no proyectaban sombras.