
Un amigo mexicano se quejaba amargamente de la mediocridad de la liga de futbol profesional de su país. Por eso, me confió, había decidido darle carpetazo a su afición doméstica para buscar otros horizontes más atractivos.
Es regiomontano y dio tumbos entre Tigres y Rayados, pero no se decidió, aunque su padre lo animaba a que tomara partido. No le gustaban las tribulaciones permanentes, ni el vértigo del descenso al filo de cada temporada
Comodino, depositó su fe en el Atlas, equipo que desde 1951 no obtiene un campeonato. Se enamoró de aquella máquina de jugar que fraguó La Volpe a finales de los 90 con el jovencito Rafa Márquez en la zaga y los integrantes de la generación perdida, Zepeda, Osorno, Rodríguez y Andrade.
Pero ya no más. Los académicos son ahora una desgracia y no tiene razón seguirlos. Se dio cuenta de que su promiscuidad futbolera no le daba dividendos en México y el despecho lo llevó a contratar un sistema de televisión de paga para engancharse en las ligas europeas. Ahora anda prendido con la Premier, la Española de las Estrellas y el Calcio.
Sin embargo, aunque dice que tiene resuelta su parte afectiva futbolera, siento que en el fondo dejó el corazón en el pasado. Por ello ahora vilipendia de manera permanente a los seguidores de los equipos locales de su metrópoli regia. Los moteja de conformistas, borregos, impresionados.
Pobre, su indefinición lo hace sufrir. Es la constante entre los aficionados que se encariñan con camisetas de otros lares. No me refiero a los que llevan su piel a donde vayan y aunque muden de ciudad, siguen fieles a su primer amor, como es lo natural. Me refiero a los que eligieron desde pequeños, de manera inesperada, una querencia atípica, extraterritorial.
Abundan, en suelo mexicano, parias que terminaron refugiándose en clubes de proyección televisiva, como América y Chivas. En Monterrey hay, por ejemplo, numerosos americanistas que hablan pestes de Tigres y Rayados. Su encono, según percibo, es una solapada marginación a la fiesta de la que no participan.
No viven sus onomásticos, sólo los ven por monitor, sus clásicos son a distancia, sus adoraciones teledirigidas, el amor es de lejos, con todo lo que eso implica.
Cuando hay un encuentro de esos llamados derby norteño, ellos son espectadores que ni sufren ni gozan la fiesta y por eso la descalifican. Es frecuente ver que reprochan a uno y otro bando con anatemas y patrañas propias de la rivalidad deportiva. Están deseosos de tener alguna celebración a la mano, una dicha asible, no imaginaria. Nunca, a menos de que viajen en las finales al DF, viven y sudan los grandes acontecimientos y las peores desgracias de su escuadra.
No hay nada mejor que vivir la fiesta del futbol en tu ciudad.
Por eso compadezco a mi amigo que por no elegir se quedó soltero, y ahora busca cariño en otras ligas a las que adora a través de la gélida pantalla de TV.