La Federación Mexicana de Futbol en un absurdo intento por contener la violencia que recientemente ha contaminado los estadios, pidió al futbolista de Pachuca, Angel Reyna que dejara de celebrar los goles a su estilo: con un lance de lucha libre.
El atacante estrenó esa singular manera de festejar cuando jugaba con Rayados de Monterrey. Para Ello tenía un cómplice, Darío Carreño, que lo ayudaba a hacer el truco de pantomima. Reyna le hacía una perfecta tijera a Carreño, se descolgaba balanceándose y hacía que su patiño rodara como en una elaborada suerte de Pancracio que la afición aplaudía.
La dupla emigró a Pachuca esta temporada y en ese equipo siguieron haciendo el ritual singular y festivo, que le gustó a la tribuna.
Los federativos consideraron que la marometa de Reyna, por asociación con la lucha libre, incitaba a la agresión. Como si no supiera alguien que la lucha libre es un gran teatro con atletas extraordinarios que fingen darse golpes, pero que se dan costalazos terriblemente reales. Hay ocasiones en que la estulticia se revuelve con algo de insidia. Mala combinación. No se sabe quién fue la mente brillante que decidió dictar la orden. Al parecer fue la comisión disciplinaria en un conciliábulo exprés la que promulgó la sentencia.
“Están matando al futbol”, dijo el afectado.
Reyna nunca ha sido un ejemplo en la cancha. Ni fuera de ella. Pero su dicho suena a eco de una quejan generalizada.
Los encargados de organizar la fiesta –convertida en negocio millonario– del futbol se han tomado atribuciones que inexplicablemente sobrepasan sus propios juicios. Sus órdenes parecen contraórdenes al sentido común. Al ser el balompié un elemento indispensable en la administración del tiempo libre de los mexicanos, el juego es un espectáculo insustituible para millones. Un producto infaltable en la canasta básica del ocio masculino. El juego en sí es tan show como la maroma de Angel.
El futbol organizado se rige por una serie de medidas que le dan altura y propiedad al deporte. Hay reglamentos que exigen, por ejemplo, que los equipos jueguen y entrenen uniformados. Que las canchas cumplan con ciertos mandamientos y que, en general, todo el entramado esté bien amarrado, para que el juego tenga ese olor a profesionalismo, a solemnidad, que busca darle la FIFA en todos lados.
Entre esas disposiciones férreas para garantizar el sano espectáculo, a los jugadores se les ha permitido celebrar los goles. Como sea. En las repeticiones, tomas de los archivos en blanco y negro, los que anotan festejan dando brincos, con los brazos al cielo. Ahora parece que son unos orates. Parece que no se dan cuenta que hay una sofisticación necesaria en torno a la explosión de júbilo que amerita un tanto, podríamos pensar hoy.
Los equipos, más desenvueltos con la exposición mundial que ofrece la supercarretera de la información, han ideado maneras francamente ridículas de hacer celebraciones cuando encajan un tanto. Sobra mencionar los ejemplos calamitosos que son exhibidos con regularidad. Pero fuera de la vergüenza que provocan en algunos inconformes, no provocan ningún daño al deporte. Es una simple cuestión de gustos.
Pero no debiera haber una prohibición a nimiedades como esa de Reyna que, de por sí, no afectan en nada la salud mental del colectivo que acude a los estadios o que observa los juegos en la televisión. La pirueta es completamente inofensiva. Además es una contribución extra al gran espectáculo que es el futbol. Como si no lo supieran los dirigentes, como si quisieran ocultar que los aficionados no saben que el futbol es un gran circo que le dan a cucharadas, entre tragos de cerveza en las cantinas, para que la gente libe mientras se entretiene.
El futbol es un entretenimiento lleno de magia y plasticidad. Que no lo afecten con esas limitaciones tontas.