
Los jugadores de la Selección Mexicana Sub 17 que participaron en el reciente mundial de la especialidad en Nigeria dejaron, a su paso, una lección esperanzadora.
México, siempre tan necesitado de próceres y victorias, había encontrado lo que, se creía, era una veta de ganadores cuando dieron el campanazo en la Copa Infantil de Perú 2005.
Se especulaba, entonces, de la vocación triunfadora de esa nueva generación de cadetes que se habían sacudido la polilla del desdoro y habían superado la irremediable tragedia del mexicano corrupto, obeso y derrotado, como un anti ciudadano del mundo, con vocación para el fracaso. Aquellos chicos comandados por Chucho Ramírez, demostraron valor para acometer grandes empresas y salir airosos de ellas.
Cuatro años después, la pandilla, ahora comandada por José Luis González China, viajó a Africa. El equipo fue eliminado en octavos de final en penales.
Los pesimistas, que llenan de frases oscuras las hojas de los almanaques y cosechan rastrojo antes de sembrar, se rascaron la barriga, dieron un trago a la cerveza y eructaron antes de decir: jugamos como nunca y perdimos como siempre.
Yo le encuentro otra lectura a la incursión africana. Vi a los chicos con una con un talante nuevo, desapegado al que han lucido otros deportistas que marchan hacia justas internacionales y compiten como si hicieran turismo deportivo. Estos chavos de rasgos indígenas, algunos, bisoños todos, tenían una mirada desafiante. Aunque fueron derrotados en los fatídicos penales, se veían con el compromiso asumido y la responsabilidad aceptada. Menores de 17 años, aún sin edad para votar, tenían bien amarrados los pantaloncillos y jugaron sin complejos. Su forma de desenvolverse en el campo, de encarar sin pudores a rivales de naciones atléticamente más desarrolladas, mostraban a un mexicano modelo, como esos que forjaron la patria y que quieren vender los libros de texto. Nadie conoció nunca a los Niños Héroes de Chapultepec, pero los historiadores los venden como chamacos feroces que cargaron el pesado fusil para defender el polvo mexicano y pagaron con su vida. Su historia inflamada de patriotismo es ficticia pero inspiradora.
Estos escuincles de verdad se parecen mucho a aquellos inventados. No porque fueron derrotados se les debe dar azotes mediáticos, reprochándoles su fracaso. Las selecciones mayores de Italia, Francia, Brasil, Argentina también pierden y fracasan, porque el futbol es un juego de dos, donde gana, mayormente, el que genera más oportunidades, pero en el que el azar, está comprobado, es factor definitorio.
Los muchachos asumieron una postura de lobeznos, de cachorros que se sienten listos para salir de cacería. Las selecciones de otros países –muchos otros– tienen avanzados sistemas de desarrollo atlético superiores a los de México. Sus gobiernos y la población los obligan, siempre a ganar y a ser campeones.
En este país no existe una costumbre ganadora. Los juegos de conjunto son espectaculares, de difusión masiva y de millonarias ganancias, pero improductivos en medalleros internacionales. Las mayores glorias del deporte mexicano son solitarios. Lorena Ochoa, Julio César Chávez, Raúl González, Paola Espinoza se fueron por la libre y se convirtieron en excepciones, como fenómenos de características insólitas.
Parece que estos chavos ven al mundo a través de otras lupas. Se parecen mucho al deportista nuevo que se busca en los imaginarios y en las promesas de los políticos. Pero ellos son mejores que cualquier discurso, porque están ahí, y patean el balón. No se sabe aún cuántos de ellos llegarán al Tri mayor o si sigan en el negocio del futbol.
Lo cierto es que demostraron una disposición retadora frente a la vida. Jugaron con esa escasa característica llamada actitud.