
Cuando colgó los spikes Derek Jeter, el gran parador en corto del equipo de beisbol Yanquis de Nueva York, surgieron numerosas entrevistas reportajes, recuentos, todos en forma de loa, que reseñaban su paso venturoso de casi 20 años por Grandes Ligas. En una de esas conversaciones, con un periodista norteamericano, Jeter dijo que no podía salir a la calle, porque los fans lo asediaban. Aclaraba el astro de 40 años, que no buscaba alejarse de sus seguidores, ni se distanciaba de ellos por arrogancia. Lo hacía porque, cuando lo veían, los fanáticos consideraban que él les pertenecía.
Es fácil entender a Jeter. En cuanto lo ven, le piden autógrafos, le demandan fotografías, saludos, besos, cariños, abrazos. Y todos al mismo tiempo. No se puede hacer que entre en razón una multitud que observa a su figura adorada. Se rompe la barrera infranqueable de una pantalla de televisión. El artista está en persona.
Le pasa lo mismo a prácticamente todas las figuras públicas. La actriz norteamericana Meryl Streep reveló, en alguna ocasión, que tenía una prima muy querida. Y esa prima la invitó a su boda. La artista, llorando, tuvo que declinar al honor. “Llamo mucho la atención, prima. No te dejaría disfrutar tu boda”, le comunicó.
Y era cierto. No es posible que una figura de su calado acuda a un lugar, sin ser asediada.
Hay distancias que no deben ser acortadas. El famoso permanece en su nicho, en el que ha sido colocado por la gente. Gana un dineral y, por ello, paga el precio del encierro. Claro, si así lo desea. Hay algunos futbolistas, de mediana estatura en reconocimiento, que se exhiben en público y acceden, despreocupadamente, a dar la consabida foto. Si nos damos cuenta son, por lo general, muchachos en ascenso, poco reconocidos que se sienten halagados por el contacto de la gente, que lo ubica en el mapa.
Humberto Suazo, delantero del equipo mexicano Rayados de Monterrey, dijo que no podía salir a pasear el domingo porque la gente lo asediaba. “Así no se puede”, dijo. En su caso, por ser un tipo franco, se sabe que no lo expresó por presunción, si no porque era una verdad aquilatada por la experiencia.
Hay algunos que decididamente se enfadan. Diego Armando Maradona, como dice Jorge Valdano, es víctima de su genio. Por momentos aparece muy sonriente, en tertulias con fans y, de pronto, le da un coscorrón al aficionado que lo importuna. Al parecer, un dios puede hacer lo que le venga en gana.
En la parte contraria, existen otros famosos que desdeñan el reconocimiento. Me refiero a Ronaldo de Asis Moreira, Ronaldinho, que en Barcelona era el amo de las discotecas. En esa época era el mejor futbolista del mundo, pero no le importaba la fama o la mala fama. Adicto a la cercanía de la gente, por lo que se constata, no tiene rubores ni reparos para ser amado por la plebe.
Ahora que está en México, jugando para el Querétaro, según se ha dicho, es dado a aparecer en público, y no se inhibe con el acoso. Un columnista de Monterrey dice que, cuando visitó esta ciudad, en un partido ante Tigres, se dejó ver en bares después del juego. No le importa, realmente, la cercanía con la gente. La afición lo reclama y se siente, siempre a modo, mientras reparte besos y signaturas.
Es difícil encontrar un equilibrio entre lo público y lo privado. Lo dijo una vez Tuca Ferreti, entrenador de Tigres: los jugadores pueden recurrir a esparcimientos que parecieran impropios por su condición de superatletas. Pero deben ser cuidadosos para elegir el tiempo y el lugar.