Hacia 1970, los enemigos del mercado en México eran los fanáticos del Estado. Su posición contrastaba con el pragmatismo vigente.
El Estado mexicano, como todos, era estatista. Y, a diferencia de otros, no tenía una sociedad civil capaz de enfrentarlo, ya no se diga imponerle una agenda. La moderación de su intervencionismo era Realpolitik en favor del Estado, aunque se tradujera en apoyos a la iniciativa privada, la industrialización y el desarrollo del mercado interno. El régimen era estatista, no fanático.
Demagógicamente, el presidente Echeverría se presentó como la encarnación del espíritu libertario de 1968 (que había reprimido) y lo transformó en soluciones autoritarias. Aunque en 1968 hubo un crecimiento económico de 8 por ciento con una inflación de 2 por ciento, se declaró insatisfecho. Había que acelerar hacia “arriba y adelante”, manejando las finanzas “desde Los Pinos”. Curiosamente, después de fracasar y ganarse un amplísimo repudio (hasta de su compañero y sucesor, el presidente López Portillo), la estatolatría se renovó. Había aparecido el petróleo, prosperaba “la administración de la abundancia” bajo la sabia conducción del Grupo Industrial Los Pinos.
Los argumentos estatistas eran rudimentarios: El mercado está hecho para ganar dinero, el Estado para servir a la sociedad. Las utilidades resultan de la explotación de los trabajadores. El capitalismo será enterrado por el socialismo. El interés público (es decir: del sector público) debe prevalecer sobre los intereses egoístas (es decir: de los particulares, porque el Estado no puede ser egoísta).
Era de mal gusto preguntarse: ¿Cómo pueden los funcionarios no tener el más mínimo interés particular? ¿Cómo pueden los empresarios no tener el más mínimo interés social? Si algo incomoda a los fanáticos es aceptar que los buenos no son tan buenos, ni los malos tan malos. Necesitan ideas simples, de adhesión vehemente, aunque resulten poco prácticas, porque las realidades no son simples.
Paradójicamente, después de los desastres populistas, el derrumbe de la Unión Soviética y el viraje de China al capitalismo, aparecieron nuevos enemigos del mercado, donde menos se esperaba. Los fanáticos del mercado empezaron a desprestigiarlo. La nueva idea simple de adhesión vehemente fue dejar todo en manos del mercado. Automáticamente, las distorsiones del populismo, el autoritarismo y la burocracia se esfumarían. La dinámica espontánea de las soluciones de mercado resolvería todos los problemas sociales.
Se volvió de mal gusto preguntarse si el mercado responde siempre equilibrando (nunca acentuando los desequilibrios) y siempre de inmediato (nunca con retrasos económicamente destructivos). O si todo debe (o puede) ser comercial. Apareció una resignación estoica sorprendente: Si la sociedad se arruina, no importa. Es algo transitorio. Peor sería intervenir. Finalmente, el mercado creará la respuesta adecuada. La mejor política de fomento es que no haya política de fomento.
El desastre del mercado en Wall Street puso a prueba tanta serenidad. Se impuso la realidad de que un problema creado por una banca irresponsable (y un Estado irresponsable que dejó hacer y dejó pasar) puede avanzar hacia la destrucción sin límites. El Estado tuvo que intervenir. Absurdamente, lo hizo a la mexicana: en favor de la banca, más que de los clientes bancarios, y con retrasos y titubeos debidos a la guerra de principios sagrados. Esa guerra que en México estanca el desarrollo del país.
El mercado absoluto es tan nefasto como el Estado absoluto. En todo lo que funciona mejor al margen de las autoridades, la intervención del Estado es un mal innecesario. Pero es un mal necesario en muchas cosas que no funcionan, funcionan mal o pueden terminar en un desastre, si no hay autoridad que intervenga.
Los particulares que buscan únicamente lo que les conviene en el mercado, buscan lo mismo en el Estado. No es verdad que, automáticamente, busquen el interés público si se vuelven funcionarios. Tampoco es verdad que sea imposible buscar el interés público por medio del mercado. Hay vocaciones de servicio público dentro y fuera del Estado. Hay mezquindad y abusos dentro y fuera del Estado.
Lo deseable es privatizar todo lo que se pueda, en beneficio del interés público. Lo deseable es que la sociedad imponga esa agenda al Estado, con prudencia y ánimo experimental. Hay ejemplos aprovechables, pero no recetas eternas ni universales. La evolución social y la tecnología van cambiando lo que es posible y práctico.
El mercado es social. Nació como una institución preferible a la rapiña y la guerra. Proviene del saludo, la conversación y el intercambio de regalos entre las tribus. De ese intercambio surgió el trueque y luego la moneda. Con excepciones importantes, el mercado es mejor que la distribución a cargo del Estado. El mercado no es la ley de la selva: es una institución de la libertad civilizada.