En todos estos años en los que hemos acumulado experiencias y destilado ríos de tinta para hablar de futbol, a través de este digno espacio que me hace el favor de apadrinar estos comentarios, he observado muy escasos milagros adentro de la cancha.
No me refiero a volteretas espectaculares en el marcador, de ésas que ocurren con frecuencia en duelos cerrados.
Yo me refiero a milagros futbolísticos de los que se recuerdan durante mucho tiempo. Encuentros que son batallas épicas. Cuando participé en los festejos del mundial de México 70 estuve presente en el alargue de Italia contra Alemania. Vi la lesión de Beckenbauer y el triunfo agónico de los ejércitos romanos sobre los panzer de la Alemania Occidental.
Son partidos, éstos, en los que todos entran en trance, en un éxtasis chamánico de comunión con las fuerzas del cosmos, los dioses del universo y el balón.
Otro ejemplo de partidos memorables fue el de la semifinal entre Corea y Brasil del mundial juvenil de 1981. Se impusieron los cariocas 2-1, como mandan las leyes que rigen la vida. No podía ser de otra manera, pero los orientales voluntariosos dieron el partido de su vida y quizás la actuación más memorable en la historia de todas sus selecciones. Brasil ganó la Copa, pero los asiáticos aportaron la cuota de alegría.
Al año siguiente ocurrió otro portento futbolero. En España 82, Francia y Alemania se fueron a tiempos extras y se enfrascaron en un ritual que puede definir la esencia del futbol como arte. Empataron en tiempo regular, luego se anotaron e igualaron en la prórroga y en los penales los teutones se alzaron con el triunfo en uno de esos duelos que es recordado como una de las gemas mundialistas.
Pero parece ser que los partidos ya se volvieron trabajo de oficinistas. En la Copa Libertadores predomina la especulación. Debe de ser uno de los torneos más aburridos del orbe. En la Champions europea los equipos juegan a muerte y hay una verdadera fiesta porque los mejores gladiadores del planeta se baten en la arena con verdaderos deseos de trascender, pero en el torneo de clubes americano hay un cansancio evidente entre organizaciones y jugadores, debido al calendario tan complicado que enfrentan. Los genios de las federaciones domésticas no han podido encontrar la fórmula de hacer que los octavos de final no se crucen con los cuartos del torneo chileno o el argentino.
De esta manera los clubes salen a no perder y a sacar un punto honorable en los juegos de visita. Un verdadero asco de futbol.
El campeonato mexicano, como es sabido, tiene una simpática competencia con liguilla, a la que ingresan los ocho mejores equipos de acuerdo a un mañoso sistema de grupos o pelotones en los que avanzan los dos o tres primeros lugares.
Por eso se puede decir que en cada temporada hay dos torneos. Uno es el de la campaña ordinaria que es una presentación de aburridos cotejos y esfuerzo por comer puntos. El otro torneo, el verdadero, es el de la liguilla, donde ocurren los mejores momentos aunque, por ser juegos de visita recíproca y eliminación directa, son escasos.
El escritor Eduardo Galeano afirma que hay tanta tacañería de los equipos por jugar bien, para la tribuna, que él va por los estadios del mundo como un pordiosero con el sombrero extendido pidiendo “una linda jugadita, por el amor de Dios”.
Tigres y Cruz Azul dieron una muestra del gran nivel que puede alcanzar un partido cuando hay entrega. En la final del torneo 82-83 los cementeros y los felinos empataron a tres y el marcador global se definió 4-3 a favor de los celestes. Pero ese partido está inscrito en letras de oro en el libro flaco de los encuentros memorables.
Otra de esas actuaciones que se apuntan en el almanaque fue la que protagonizaron en el juego de ida de la final del verano 99 Toluca y Atlas, en el Estadio Jalisco. Fue un salomónico empate a tres, pero en esa noche de inspiración sin precedentes en el fatuo balompié azteca, Cardozo y Estay se engancharon con irresistibles contragolpes que fueron contenidos por el joven Rafa Márquez y los muchachos de la generación perdida, Andrade, Chato, Osorno y Zepeda.
La final se decidió en penales a favor de los Pingos en La Bombonera. Los que estuvimos ahí atestiguamos que eso sí fue futbol.
Ahora, recientemente, me encuentro con un fenómeno de la metafísica. Por increíble que parezca, apenas en la jornada 5, un miércoles 13 de febrero de este 2008 ocurrió un milagro. El diamante en bruto que el gambusino está buscando toda la vida.
Fue el partido entre Santos y Chivas, en el Jalisco. No se disputaba nada, pero los equipos salieron inspirados y dieron un partidazo de los que no se ven prácticamente nunca en la campaña regular, marcada por bostezos.
Los jugadores se ofrendaron. Se entregaron en sacrificio en nombre del buen futbol y dieron un juego que estuvo tan emocionante como los tumbos del marcador. Primero los tapatíos se fueron al frente por dos goles sin respuesta. Los laguneros respondieron en el segundo tiempo y descontaron para empatar y al final, en la agonía del encuentro, el chiverío encajó el de la diferencia.
Pero fue una de esas hazañas deportivas que vale la pena recordar ante la falta de vitaminas de algunos equipos.
Juegos como éstos que menciono son algunos de los contadísimos que me ha tocado presenciar en estos años en los que hemos estado colaborando con esta publicación que ofrece la oportunidad de que les mostremos lo que pretenden ser textos literarios sobre futbol.
Gracias a los directivos de Hora Cero por permitirnos escribir en este espacio.
(Esta entrega va dedicada a los amigos Martín Mendo y Eleazar Vaquera, recientemente fallecidos)