
Si hubiera un senado en la Federación Mexicana de Futbol, uno de los escaños estaría ocupado por Manuel Lapuente, uno de los venerables sabios del balompié nacional.
El calvo está más allá del bien y del mejor. Parece que ya vivió dos vidas dentro del balompié. No es una presencia sobrenatural, porque todavía pierde sus partidos, y su puntería no es infalible. Sus equipos dan bandazos y cada cuatro años es cesado.
Pero tiene esa capacidad que atribuían los súbditos a Gengis Khan: la de tomar decisiones correctas. Los amanuenses que cronologaron las hazañas del rey mongol decían que sus guerreros lo veían con fascinación, porque parecía tener comunicación con los guardianes del futuro para que le permitieran atisbar más allá del día de hoy y ver, por anticipado, las novedades del mañana.
Los pupilos de Manolo también confían en él como si vieran a un oráculo. A diferencia de numerosos entrenadores en circuito local, que son objeto de intrigas y murmuraciones en el vestidor, no hay uno solo que se exprese mal del jefe. Creen en él y lo aceptan como timonel.
Al amo se le teme y al capataz se le respeta, porque sabe más que aquel.
Lapuente, de 64 años, es visto por los amos del balón como un recurso de lujo. A su edad, el veterano ya tiene poco qué perder. Su tiempo para proyectarse a otros horizontes, ya pasó. Además nunca tuvo esas calenturas de juventud. Quizás por eso su paciencia es infinita y sus decisiones atinadas.
Siempre ha estado dispuesto a permanecer en el terruño y parece que aquí sus huesos se harán cansados. Los directivos no discuten con él, lo escuchan y le dan el cheque en blanco. Así ocurrió ahora que firmó con Tigres. Su coetáneo, pupilo y socio, Enrique Borja, presidente del errático club universitario, lo contrató por una fruslería de seis ceros en dólares. Lorenzo Zambrano, dueño del equipo, no levantó ni una ceja cuando protocolizó en su oficina la firma para pactar el estipendio del nuevo director técnico. De hecho, los cuatro encorbatados que estuvimos como testigos, aplaudimos discretamente y en el apretón de manos de despedida, le dijimos a Lorenzo que había hecho lo mejor.
Manolo fue perfectamente seleccionado por los inútiles federativos en el Mundial de Francia 98. Fue de los que entregó buenas cuentas, pese al fracaso del cuarto partido. No ganó, pero supo perfectamente por qué perdió ante Alemania. Un buen estratega conoce las claves de su éxito, pero también de su derrota. Su diagnóstico fue preciso cuando nos explicó, en pequeño comité en el penthouse de Salinas Pliego en la costa de Marbella, la estrategia que usó en ese último encuentro y por donde sangró la zaga.
Hace algunos años hizo campeón al América. Luego de esa campanada, se graduó de sabio en la escuela de Diógenes que se aleja del aparato y el ruido, y privilegia la concentración. A través de la dialéctica, en conversaciones edificantes con colegas de otras latitudes, fue construyendo una monolítica solidez de criterios y ahora ya goza de sus glorias como entrenador en activo y como consejero sin cartera dentro de la organización mexicana del futbol.
Verlo al frente de Tigres es ya un espectáculo, pero no por los sacos arrojados al piso, o los trajes de sastre o el cigarrillo estilizado en la esquina de la boca. Lapuente Díaz es un maestro de la política de las canchas. Sabe ser duro y afectuoso, ladino y generoso, de acuerdo a los vientos que soplen sobre la veleta del futbol mexicano. Si Tigres no tiene refuerzos, se indigna junto con la afición y truena contra sus directivos. Borja ya sabe que por la noche tomarán juntos un martini para planear la pretemporada. Si el equipo anda bien, exige humildad. Si anda mal, suelta dos o tres leperadas. Si los periodistas están enfadados, les da la razón y los despide bien peinados.
Es cuestión de observar con atención al pelón que parece saberlo todo, pero con la astucia de quien pasa ante los demás como un hombre con ganas de aprender.