
La semana pasada seguí con atención un debate que sostenían, en un programa radiofónico deportivo de difusión nacional, dos aficionados que decían ser los más representativos de sus respectivos equipos, América y Guadalajara, los más seguidos de México.
Era muy divertido el encuentro de estos dos admiradores, futboleros de hueso colorado, entregados en una pasión que supongo es saludable, de sus respectivas escuadras a las que defendían con argumentos lógicos, prudentes, y también con algunas puyas y consideraciones insidiosas y virulentas, que no hacían más que atizar el chispeante intercambio.
Me gustó ese cruce deportivo de espadas entre los fanáticos. Había altura en sus disertaciones, prudencia en sus afirmaciones y respeto en sus dichos, incluso cuando motejaban al equipo contrario. Lo que hicieron alimentó toda la hora del programa que escuché con atención, muy sorprendido, porque la mayoría de las veces que me ha correspondido presenciar en radio este tipo de rebatingas, escucho voces estridentes, violentas, incluso, insultantes, que desvirtúan el sentido lúdico del juego y sus implicaciones sociales, que debieran ser de unión, de fraternidad, de honorabilidad y de aprendizaje de la vida, donde se gana y se pierde como en el juego de pelota.
En el norte del país, en particular en la ciudad de Monterrey donde, me han dicho, existe el mayor número de audio emisiones dedicadas al futbol en todo el país, el debate se rebaja con denigrantes aseveraciones y con zaherimientos que han provocado mi sonrojo, y vaya que soy de mente abierta y he presenciado y escuchado barbaridades desmesuradas y extremas, como las que se viven en un clásico Boca-River en Argentina, uno de los espectáculos deportivos más apasionados del planeta. Pero a veces en Monterrey se dicen por radio algunas bellacadas de tal grosor que hacen que apague el monitor.
Concentrado en la competencia verbal de los aficionados de Chivas y Aguilas, presencié cómo los escuchas se enredaban en las controversias. Había en los opinadores una cierta desesperación y vehemencia por imponer sus tesis que me hicieron pensar en el poder de los aficionados en el deporte del balompié.
Está visto que el juego pasa por la cancha y son los jugadores los artífices de los yerros y aciertos que deciden la suerte del encuentro. Afirmarlo no es una perogrullada, lo aseguro, porque no sólo cuentan los 22 y el árbitro, sino que en la tribuna y, días antes del cotejo, en las peñas, los aficionados también influyen, de una manera anímica, por lo menos, en el desempeño de los equipos.
Es decisiva la actuación de los protagonistas que patean la bola, indudablemente, pero a los jugadores también les pesa el ánimo colectivo. Se convencen, se animan o se descorazonan junto al talante de sus seguidores, algo que se puede percibir en las emisiones radiofónicas o en los programas especializados de televisión.
Los aficionados que participan en esos ejercicios de comunicación aportan, siempre, invariablemente, si se les escucha con atención, argumentaciones ingeniosas, a veces brillantes, muchas veces imaginativas, sobre el buen desempeño de su escuadra y el desdoro del que es merecedor la contraria.
No es gratuita la voz y la tinta que se gasta la semana previa a un encuentro.
El fanático también hace su juego.