
Nunca debemos perder nuestra capacidad de asombro; mucho menos de gozo y satisfacción por todo aquello que nos brinda plenitud.
Existen muchos satisfactores y valores al alcance de nuestra mano que, por tener la facilidad de poseerlos, les vamos quitando el grado de importancia que merecen.
La familia es sin duda uno de esos valores. Quizás el más grande que puede poseer el ser humano; pero llegamos al grado de que por tenerla, muchas veces no le damos la importancia que representa. Y al abrirle camino a otras relaciones, vamos perdiendo la emoción y la alegría de disfrutarla plenamente.
Y no porque sea malo construir relaciones fuera del seno familiar, pues todo tiene su nivel de importancia; solo que sin percibirlo nos vamos alejando del núcleo consanguíneo del cual descendemos y vaciamos toda nuestra energía de comunicación en otros niveles de relación humana.
En el siglo pasado era común que las familias fueran muy numerosas. Cada matrimonio procreaba entre 8, 10 y hasta 12 hijos. Y la comunicación entre ellos era muy estrecha. Paradójicamente en la medida que esta cultura fue evolucionando hacia procrear menos hijos, el contacto familiar se ha ido debilitando.
No sería nada extraño que en algún momento de nuestra vida, de manera circunstancial, hubiéramos hecho contacto con algún familiar cercano sin darnos cuenta que lo era.
La familia es la célula de la sociedad.
Es el punto de partida para lograr una sociedad organizada. Partiendo de ahí, formamos comunidad, estrechamos lazos afectivos que nos unen consanguíneamente y nos dan ese grado de relación que está por encima de cualquier otro lazo afectivo.
En la familia hay padres, hijos,
nietos, abuelos, hermanos, hijos políticos, tíos, primos, sobrinos, cuñados. Si analizáramos a detalle el núcleo familiar al que pertenecemos podemos pensar cualquier cosa ¡menos que estamos solos!
En la actualidad son muy admiradas y reconocidas las familias que mantienen una relación estrecha o cercana. Y esto porque es muy difícil encontrar esos ejemplos; la unidad familiar se ha ido perdiendo y se ha acomodado en un “rincón” como una propiedad que ya se tiene y que siempre estará ahí siendo nuestra; aunque por no cultivarla se marchite y se olvide.
Es natural que haya diferencias familiares. Todos los dedos de la mano son diferentes y si consideramos que la familia te llega, no la escoges, de ahí entonces la importancia que reviste mantenerla unida.
La circunstancia que ahora nos toca vivir nos ha dado mucha oportunidad de reflexionar, permitiendo reactivar lazos familiares que estaban desatendidos. “Un mal que nos llegó” hizo posible que conectemos con familiares que desde hacia mucho tiempo no enlazábamos, logrando con ellos una comunión espiritual contra los miedos a la pandemia que nos llegó.
“Cordón de tres dobleces” es un principio bíblico que expresa con mucha claridad que solo en la unidad familiar y en la comunión con Dios podemos encontrar fortaleza. No hay sensación más aterradora que sentirte solo. Algo tan sencillo como platicar a un familiar algún problema que nos aqueja, sentimos un gran alivio en nuestro interior, pues es el resultado de compartir nuestra carga emocional con alguien que nos supo escuchar y es de entera confianza.
Por lo tanto, Tengamos siempre presente que de todo lo que poseemos; la familia es uno de los activos más valiosos que debemos de conservar vigente ¡sin fecha de caducidad!
¡Hasta pronto!