El sistema electoral de Estados Unidos es un rompecabezas complicado de entender, una fórmula que desafía el ideal de “una persona, un voto”. El proceso arranca con las elecciones primarias, donde cada partido elige a sus candidatos. Aquí, cada Estado tiene reglas propias: en algunos, cualquiera puede votar en la primaria de un partido (primarias abiertas); en otros, solo los inscritos en ese partido pueden hacerlo (primarias cerradas). Además, en ciertos Estados como Iowa, las primarias toman la forma de caucus, reuniones donde los votantes deliberan públicamente antes de votar. Este arranque deja en claro que el federalismo estadounidense no solo se refleja en su política general, sino también en la diversidad de sus reglas electorales.
Pero lo que verdaderamente complica el panorama es el Colegio Electoral. Aunque la gente vota en noviembre, no es su voto el que decide directamente al presidente. En su lugar, el Colegio Electoral es el mecanismo final, donde cada Estado tiene un número de electores igual a sus representantes en el Congreso. En casi todos los Estados, quien gane el voto popular se lleva todos los electores del Estado, lo que ha permitido que candidatos que pierden el voto popular nacional puedan ganar la presidencia, como ocurrió en 2000 y 2016. Este sistema, diseñado para dar voz a los Estados más pequeños, provoca que los llamados “Estados clave” -aquellos donde la elección es más reñida- reciban una atención especial, mientras que en Estados con un claro favoritismo por uno u otro partido, los votos se diluyen en la rutina de la elección.
El Congreso, a su vez, refleja otro equilibrio de poder. El Senado otorga dos representantes a cada Estado, independientemente de su tamaño, lo que amplifica la voz de Estados menos poblados. La Cámara de Representantes, por su parte, asigna escaños en función de la población, dando más peso a los Estados grandes. Pero incluso en esta distribución, las dinámicas electorales están condicionadas por el famoso “gerrymandering”, una práctica en la que los distritos electorales son dibujados de manera que favorezcan a un partido sobre otro.
Además, el sistema electoral estadounidense está marcado por la influencia del dinero y los medios de comunicación. Desde el fallo de Citizens United v. FEC en 2010, empresas y grupos externos pueden gastar cantidades ilimitadas de dinero para apoyar o atacar a candidatos, lo que ha incrementado la dependencia de los candidatos en donantes poderosos. Las redes sociales y los medios juegan un rol central en movilizar a los votantes, polarizar a la audiencia y amplificar las campañas, creando burbujas de información que fortalecen la división partidaria.
Todo esto ocurre en un país donde el bipartidismo domina el escenario, limitando la participación de partidos menores. En esencia, el sistema estadounidense es una batalla perpetua entre mantener las tradiciones federales que dan voz a los Estados y enfrentar las críticas de un sistema que a menudo parece contradecir la voluntad popular. Así, la política en Estados Unidos se convierte en un juego donde cada voto cuenta, pero no siempre de la forma que uno esperaría.
Finalmente, el 5 de noviembre próximo se llevarán a cabo las elecciones para elegir presidente o presidenta en los Estados Unidos. Al igual que México, este país tiene la oportunidad de tener a la primera mujer al frente del gobierno, después de que una candidata fuerte como Hillary Clinton mordió el polvo frente a Donald Trump.
Pero, ¿qué es mejor para México? En mi opinión, sin duda los republicanos han sido mejores aliados, a pesar de ser autores de políticas más radicales. Por ejemplo, la operación “Rápido y Furioso”, que bajo el gobierno de Barack Obama permitió la entrada al país de alrededor de 2,000 armas que fueron a parar a manos de grupos delincuenciales. Por cierto, armas con las cuales asesinaron al menos a 200 mexicanos, según se tiene registro. Sin embargo, hay quienes dicen que la realidad ronda en los miles y no en los cientos, como se ha manejado.
Según el diario BBC News, en un reportaje de 2017, a pesar de la retórica del presidente Trump contra los migrantes, solo en su primer año de gobierno deportó a menos personas en comparación con el “buenazo” de Obama en el mismo periodo de tiempo.
Estos y muchos ejemplos más son los que nos indican que, lejos de las declaraciones y las notas periodísticas, el mejor aliado de los mexicanos será Trump, y no Kamala.
El presidente López Obrador tuvo una excelente relación con Trump, a diferencia de Peña Nieto, y ha tenido una pésima relación con Biden, a pesar de que éste en los medios se mostraba más amigable.
La presidenta Claudia Sheinbaum declaró el pasado mes de julio, cuando ya había sido electa: “Evidentemente, cuando hay una mujer candidata, pues siendo mujer nos da gusto. Pero mi papel en este momento es constitucional, y por la relación tan importante que hay con Estados Unidos, es respetar la decisión del pueblo estadounidense”, y añadió que, con cualquiera de las dos personas que elija el pueblo de Estados Unidos, sea la actual vicepresidenta Kamala Harris o el expresidente y candidato republicano Donald Trump, México va a “tener una buena relación”.
“Porque tenemos una relación comercial muy importante, porque hay más de 30 millones de mexicanos y de origen mexicano que viven en Estados Unidos, y por las relaciones de comunicación que hay en las ciudades fronterizas”.
Olvídense por un momento de la retórica antiinmigrante y las declaraciones estridentes. La realidad es que el republicano ha sido el mejor aliado de México, y las pruebas están ahí, solo es cuestión de buscarlas.
No olvidemos a Ken Salazar, representante del gobierno demócrata, metiendo las narices en la política interna de México con el tema de la reforma al Poder Judicial, o la detención del exsecretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, que después tuvieron que liberar, o las acusaciones al gobierno mexicano por parte de la directora de la DEA, por no permitir que sus agentes operen en territorio nacional. Ya ven lo que pasó con el caso de “Rápido y Furioso”, o el financiamiento por más de 100 millones de dólares a opositores del presidente AMLO, justamente en tiempos electorales… la lista es larga.
Por eso pienso que la presidenta Claudia Sheinbaum, —y así lo ha dejado entrever—, desea que, para gobernar el vecino país, prefiere al güero que a la dama, porque eso es lo que más le conviene a México.
Reenviado
Casi tres millones de indocumentados fueron expulsados de EE.UU. en durante los ocho años de gobierno (democrata) de Obama.
En comparación, en sus ocho años de mandato, el gobierno del republicano George W. Bush deportó a 2.01 millones.
Ningún presidente expulsó a más personas que Obama en la historia del país. Por su récord de expulsados, líderes de la comunidad latina denominaron a Obama “Deportador en Jefe”.
-BBC News Mundo