
Javier Aguirre, entrenador de la selección mexicana, hizo sonar su sentido común con una proclama de machín que sonó a ripio de imprudente. Adelantó la ruina del Tri en el Mundial de Sudáfrica y desaconsejó al mundo a visitar México, por la inseguridad en la que se vive, convertida ya en un incómodo cliché, tan verdadero como la anarquía que hay en el país.
Con sus pronunciamientos, Aguirre sonó todo lo contrario a lo que se aconseja a un estratega, como se le llama a quien dirige en esta etapa al combinado nacional que representa al país. Hay una brecha tremenda entre su razonamiento y el sentido común que dice tener.
Es inadmisible que en una competencia deportiva de ese nivel y con el cuadro que tiene, Aguirre diga que el equipo terminará entre la posición 10 y 15, que es su referente histórico en justas mundialistas. En ligas de países subdesarrollados, la mexicana es una de las más caras, donde se pagan los mejores salarios y donde hay estrellas domésticas que no brillan en el extranjero según se dice porque los tasan alto en sus clubes y no quieren desprenderse de ellos para que jueguen por migajas en Alemania Italia, Inglaterra, donde abundan centroamericanos que en su selección rinden dividendos pobres.
Se supone que México con su legendaria posición cursi de gigante regional debería de cotizarse alto en el mercado del balompié. Pero no. Aguirre abarata la camisa y en lugar de consuelo anticipado, da un puntapié a la afición. Ni siquiera le da una esperanza, tan necesaria en una nación como la azteca que tiene, en el futbol, uno de sus pocos asideros emocionales que no le dan suficientes alegrías, pero sí les proporciona un oxígeno anímico para sobrellevar su asfixiante realidad.
Recuerdo la Euro de Portugal en 2004. ¿Quién dio el campanazo? ¡Grecia¡ La más astrosa de todas las participantes, la chica ceniza que hace el quehacer de toda Europa, hablando en términos futboleros. Una nación de encantadoras playas que se toma en serio únicamente el futbol de afuera que se ve en la televisión de paga.
Europa acudió sin esperanzas a la justa y fue escalando posiciones hasta derrotar a la poderosa anfitriona dirigida por Scolari que con todo y su juego de Nuno, Sabroza y Cristiano, fue incapaz de abrir el ostión y sucumbió con un triste tiro de esquina rematado. Charlé al día siguiente de los festejos con mi amigo, el entrenador helénico Otto Rehhagel y me confirmó lo que el mundo tuvo que constatar con sus atónitos ojos. Me dijo que en cada torneo siempre hay una sorpresa, y esa ocurrió con el gol de Angelos Charisteas, que se encaramó al Olimpo como otro de los hijos predilectos de Zeus.
Rehhegel me dijo que sabía que no era de los favoritos, pero sabe que sus jugadores se unieron y se volvieron invencibles por el misterioso poder de la fe.
Aguirre suena tonto al derrotar al país desde el vestidor. Su visión está por encima de la del resto de los mortales, porque él ha estado ahí y sabe a lo que huele la cancha y el vestidor, y conoce el aliento del monstruo multiplicado por millones de la afición. Pero peca de sincero, pero no por incómodo. Es cierto que las verdades se dicen aunque sean traumáticas. Peca por blandengue, descorazonado.
La mística deportiva obliga a la pasión y a la entrega, esperando resultados irracionales, invisibles, sobrenaturales. No hay forma de medir la enjundia que riega por la cancha Cuauhtémoc, ni la vehemencia con la que meten los tacos Salcido y Márquez. En base a esos artilugios que no pueden ser contados es como se han obtenido victorias importantes.
Debería Aguirre contagiarse con algo de chovinismo, de perdido para intentar una conquista importante.