
Cuando era joven y comenzaba a descollar como un talentoso jugador de futbol, Miguel Calero recibió de golpe fama y dinero. En un documental que vi recientemente, grabado hace unos 20 años, el joven prodigio de Colombia hace referencia al descontrol que tuvo con la repentina llegada al estrellato. Sabía como atajar balones, pero no cómo controlar el reconocimiento. En un mea culpa público dice que a su vida le llegaron compañías falsas y muchas chicas. Ese pasado lo superó con una rápida adaptación en la cima.
Pronto encontró acomodo entre las personas importantes, pero sintiéndose siempre un muchacho afortunado, que respetaba las bondades de la fama, y con un temor fundado al éxito.
El Cóndor sudamericano falleció el 4 de diciembre en la Ciudad de México a los 41 años.
Fue en el Pachuca, equipo mexicano del Estado de Hidalgo, donde obtuvo numerosos galardones. Conquistó ahí cuatro ligas, cuatro campeonatos de Concacaf, una copa sudamericana y una superliga.
Estaba aún en buena forma, el golero, si se considera que la suya es la posición más longeva del balompié. Podía dar más, pero las dolencias comenzaban a minarlo y se retiró prematuramente, después de estar satisfecho de futbol.
Me entristece la partida del chaval nacido en Ginebra, Valle de Cauca, que debutó a los 17 años en el Sporting de Barranquilla. Desde ese entonces llamaba la atención, no sólo por sus espectaculares lances, sino porque hacía un espectáculo soberbio en la cancha, daba el extra, emulando a René Higuita quien en los años 90 cultivó escándalo y fama sin control, hasta parar con sus huesos en la cárcel, por líos gordos con la justicia.
Pero fue gracias a su desempeño en la grama que Miguel Angel fue convocado a la selección colombiana que fue campeona en la Copa América 2001. El Cóndor fue suplente, pero igual aportó garra y espíritu al once titular.
Forjó una trayectoria con desempeño, lejos de los chismes. Hace poco, un amigo, aficionado de Tigres, de Nuevo León, me comentaba que sentía congoja por la muerte del arquero tuzo. Aunque reconocía que le había arrebatado dos campeonatos a su equipo en las temporadas 2001 y 2003, alababa la jerarquía del cancerbero.
Esas dos copas las levantó en una contienda leal y los aficionados felinos nunca le guardaron resentimiento, porque tuvo en esas ocasiones participaciones espectaculares, siempre jugando con el corazón y poniendo al graderío al borde de la locura con sus intrépidas atajadas.
No necesitó conflictos matrimoniales, líos con la directiva ni romances con alguna estrella de culebrón. Se dedicó a trabajar duro, lo que en términos del futbol profesional significa entrenar diligentemente, a tope en el campamento, para estar listo el fin de semana para los juegos de la temporada.
Mucho le pueden aprender jugadores que ven en el aparador en el que se encuentran, como figuras públicas, que pierden pisada y resbalan irremediablemente, sintiéndose dueños del mundo por la atención que atraen.
Calero dio siempre mucho de que hablar, sin hablar mucho. Todo lo dijo volando bajo el arco.