
Estamos en un compás de espera.
Todo, o casi todo, de pronto se detuvo. La actividad económica, la movilidad humana, los centros educativos, los proyectos no prioritarios, las expectativas de inversión.
Entramos en una parálisis social y económica casi generalizada.
Sólo hay actividad en los hospitales, clínicas públicas y privadas, medios de comunicación, abasto de medicamentos y víveres.
La recomendación es muy precisa: ¡Quédate en casa!
Mientras tanto se percibe un ambiente tenso, difícil de describir. Una sensación de incertidumbre con alta dosis de temor y preocupación de que esta situación pueda empeorar.
Diríamos que estamos “entrando a la sombra de una inminente oscuridad”.
No podemos dejar de preocuparnos por lo que esta crisis representaría en cada uno de nosotros.
Estamos ante un hecho inédito, donde para proteger nuestra salud es necesario dejar de lado nuestros trabajos; sin tener idea de qué es lo que vamos a hacer en los días por venir.
Escuchamos a los líderes de las grandes economías del mundo emitiendo mensajes muy desalentadores en cuanto al quebranto financiero que está provocando la pandemia del COVID-19.
Y de pronto nos encontramos con una realidad contundente: qué fácil es detener el mundo. Ni con todo su poder, las grandes potencias del planeta hubieran logrado algo así. Un ser microscópico se propagó por todo el planeta como mensajero de muerte y en unas semanas paralizó al mundo.
Estamos entrando en la fase 3 de la pandemia y los pronósticos son muy desalentadores. Hay incertidumbre y desconfianza en las autoridades.
De pronto, de manera lamentable y en el peor momento, se da un choque entre la autoridad federal y la clase empresarial. El reclamo es que se diseñen políticas públicas enfocadas a apoyar a las pequeñas empresas y salvarlas en lo posible la quiebra, que representaría la pérdida de una cantidad incalculable de empleos.
En contraparte, el gobierno federal se enfoca en destinar los recursos económicos para apoyar a los más pobres, entregando en sus manos dinero contante y sonante.
Es obvio que además del grave deterioro de salud, el país va entrar a una recesión económica. Es obvio que para salvar a los pobres hay que impulsar la reactivación de la economía con apoyos directos a quienes producen riqueza: los empresarios.
Es algo así como: “para apoyar al débil hay que estimular al fuerte. Ninguna fuerza llega de la nada; sino a través de conectividad virtuosa”.
Mientras tanto el COVID-19 comienza a multiplicarse y pone en jaque al menguado sistema de salud.
Este es un hecho inédito que marcará un antes y un después en la vida social, política y económica del país.
Es indudable que somos una sociedad poco proclive a la disciplina, y esto hace más complicado el proceso, sin embargo, no queda de otra que seguir insistiendo a la gente que permanezca en casa para evitar que el daño sea mayor.
Cuidémonos todos y seamos quienes después de la tormenta podamos contar una historia que sólo viviendola pudiéramos creer. v