
México primero, y después el mundo, observaron y escucharon horrorizados el estruendo de las balas durante el partido entre Santos y Morelia el sábado 20 de agosto en el moderno estadio conocido como Territorio Santos Modelo, en la ciudad de Torreón, Coahuila, al norte del país.
La que mostraba la televisión era una escena surrealista: jugadores corriendo hacia el vestidor, un abanderado batiendo la marca de los 100 metros planos en su huida hacia las regaderas, el público saltándose a la grama buscando parapeto. La muerte, afuera del coso, tiraba lancetazos de plomo que, afortunadamente, y de acuerdo a la versión oficial –que generalmente nunca es sincera- no provocó lastimaduras entre los asistentes.
Ocurrió la balacera en la calle y, pasado el pasmo, el incidente se volvió anecdótico. Lo malo es la tendencia de estos fenómenos hacia la normalidad. Hace diez años, la gente en México observaba con cierta indiferencia y algo de solidaridad las referencias periodísticas de narcoterrorismo en Colombia, con bombazos en centros comerciales, plazas públicas, lugares concurridos. Se preguntaba cómo podía la gente respirar en lugares así, tan conflictuados. Ahora el fenómeno alcanzó las calles de la República Mexicana. Hace no mucho tiempo los crímenes eran recordados por su brutalidad. Había homicidios pasionales que hacían época. Un tipo había degollado a su amante porque amenazaba con dejarlo. Se bautizaba el hecho como el asesinato de fulano de tal. Ni que decir de los crímenes múltiples, que se afianzaban en la memoria colectiva. Ahora los muertos se cuentan por decenas al día y la gente ya mira con igual de pasmo, pero habituada ya, las nuevas características de la cotidianeidad, tan impregnada de sangre y pólvora.
Pero ahora que ocurre la balacera en el estadio santista, la gente se persigna y se pregunta hasta dónde llegará la escalada cruenta. Todo el país se sincopó por las imágenes que mostraban gente llorando en el campo y jugadores corriendo despavoridos, mientras sonaban cercanos los tableteos de metralleta. El hecho importa porque está cerca, impacta por su proximidad. Lamentábamos en algún momento no muy lejano motines en estadios ingleses, balaceras entre barras argentinas, crímenes de jugadores en suelo colombiano. Pero todo ese potencial destructivo que fermenta la sociedad descompuesta y en camino a la putrefacción, ya está aquí y golpea duro el ánimo de los aficionados al futbol, que son la mayoría de los varones del país.
Parece ser que el siguiente paso es el de la normalización del fenómeno sociológico de sesgo criminal. Los detractores al futbol han referido que más violencia se vive en las calles con verdaderos muertos, y no sólo fanáticos asustados, como ocurrió en la comarca lagunera. A ellos les respondería que la violencia pega y duele en cualquier rincón geográfico, y más si nos resulta familiar. Muertos hay siempre, pero nunca duelen tanto como cuando son nuestros, cuando son conocidos, cercanos, parientes. La violencia en los estadios es particularmente punzante porque remite a miles que acudimos cada semana a ver partidos de futbol. Ningún espectáculo masivo en el mundo concita a tantas almas de manera tan seguida en un mismo lugar. Me remito a la ciudad de Monterrey, donde se intercalan cada semana los juegos de Tigres y Rayados, equipos locales, con sus respectivos estadios llenos. En ningún lugar de Nuevo León, algún acontecimiento público, concentra a tantas personas en un mismo lugar cada semana.
No ha llegado aún la mala hora en la que el daño que criminales perpetran en la calle, lo hagan adentro de un estadio. Por eso saludo con entusiasmo la decisión de los federativos del futbol mexicano de reunirse para reflexionar sobre el futuro de la seguridad de los fanáticos. Estoy seguro de que, en esta ocasión, no están pensando en el exorbitante rédito que les deja cada semana el balón rodando, sino en la seguridad de quienes mantienen vivo el juego que son, siempre, los aficionados.
Espero ver los resultados de ese cónclave para saber qué determinaron los dueños del balón en México. Y desde ahora invitó a los aficionados a repudiar la violencia, a impedir que se convierta en parte del espectáculo porque la indiferencia puede ocasionar que, tras las riñas comunes a trompadas en las gradas, brillen las dagas y las balas con resultados funestos.