En el futbol Estados Unidos utiliza lo que mejor le acomoda: la tecnología. Si sus astronautas pudieron llegar a la Luna y sus técnicos sacaron una sonda del sistema solar, por qué no destacar en el deporte más popular del planeta.
Los encargados del deporte del país más poderoso del planeta no crearon extremidades biónicas, ni implantaron algún chip entre sus jugadores para programarlos como cracks. Tampoco han creado bebidas hidratantes con sales maravillosas para incrementar la velocidad y la destreza.
Pusieron su tecnología al servicio de la investigación. No encontraron nada nuevo: concluyeron que la mejor manera de hacer un equipo fuerte es la de formar jugadores. Nunca han sido destacados mineros, pero sí saben explotar sus canteras.
Antes, el representativo de Estados Unidos estaba parchado por delanteros de barriada importados de Centroamérica. Eran esos jugadores tuertos en tierra de ciegos. Con algunas gambetas deslumbraban al respetable y sobresalían de entre algunos cuantos prospectos nacidos en el país que sabían hacer algunos driblings y chutar al arco.
Hablamos de los 80s, la década perdida, aquella época de Ronald Reagan, del énfasis del individualismo en la cultura y la economía, y el intento exitoso por disuadir a los enemigos del imperio con el monstruo bélico llamado Rambo. Estados Unidos buscaba brillar en sus deportes, pero no podía frente a México. Los apestosos vecinos del sur sa-bían mover mejor la pelota y les endilgaban cada goleada. También en boxeo, los canijos nopaleros le daban tundas seguidas a los negros imponentes de mandíbula de cristal.
Los canijos humillaban una y otra vez a los güeritos que apenas y conocían la regla del fuera de lugar y creían que la medialuna servía para que el área grande se viera chic.
Pero después del mundial de 94 organizado en la tierra de las salchichas calientes, el representantivo norteamericano se reagrupó, y comenzó a tener destino, apoyado por un agresivo plan de enseñanza en las escuelas primarias que rindió frutos, primero, en el futbol femenil.
Era de esperarse. En ningún lugar del planeta se puede organizar el deporte como allá. Cuando se enderezó el rumbo del soccer, las niñas descollaron. A diferencia del juego entre varones, las damitas no tenían competencia, porque en ningún lado del mundo se enfatiza en el deporte de las patadas para las chicas. Acá, en cambio, se volvió una moda y pronto se hicieron monarcas mundiales.
Los chicos, en cambio, avanzaron más despacio, pero pisaron seguro. Ya se veían presagios en las eliminatorias para la Copa de Japón Corea 2002.
Aquella noche infausta del 2-0 a favor del Tío Sam sonó como una bofetada en pleno salón de baile y a la vista de todos. Los mexicanos, tan llenos de complejos y ahogados en culpas históricas que nunca terminan de pagar porque no cometieron, no se pudieron reponer a la vergüenza.
El mundo entero vio sin mucho asombro como, finalmente, el plan de consolidar a Estados Unidos en el mapa del soccer, funcionaba, pisando nada menos que al que se hacía llamar gigante de la Concacaf y que no era más que el alumno destacado en el salón de los “burritos”.
México nunca ha sido una potencia, pero las televisoras del país se encargaban de inflar el globo y recordarle al público que el equipo tricolor era imbatible, que eran la esperanza de la nación, que la madre patria de grandes tetas los prohijaba en espera de resultados e inspiración para una raza flaca.
Así como el PRI había ofrecido durante décadas a generaciones enteras una posibilidad inalcanzable de bienestar y progreso, los comentaristas juraron que el Tri estaba a punto de ser el gran equipo que jamás había sido. Así se generó el mito genial del Mundial del año 78. Los pronósticos alentadores dictaban: le ganamos a Túnez, empatamos con Polonia y perdemos con Alemania. Una vil mentira. El resultado fue tres derrotas, con 12 goles en contra y 2 a favor. Ultimo lugar de la Copa.
Ahora Estados Unidos no puede ser derrotado por México. Desde hace ocho años que el conjunto mexicano no lo vence en terreno de la Unión. ¿Los culpables? Pueden ser los que el afectado decida. El bufette es variado. El maldito subdesarrollo, los traumas de la conquista, la maldición del Jamaicón Villegas, el calentamiento global, las cochinas dudas, la infame suerte que nunca sonríe.
Hugo Sánchez como adiestrador de los tricolores, ya se percató que no es suficiente la fuerza de voluntad. Se necesita algo más que un gesto fiero para vencer a los incómodos vecinos.
Era lo único que faltaba: que Estados Unidos superara a México en el futbol. Después de eso, ya cualquier catástrofe puede ocurrir