
Para ser un santo primero se debe ser pecador, dijo San Francisco de Asís, un italiano libertino que, ya convertido, dedicó sus obras a exaltar el espíritu y la razón y se obligó a llevar una ruda vida de sibarita, cortando mentalmente su impetuosa líbido a la que finalmente domeñó con oración y mortificaciones.
Pero Francesco era un prohombre, alguien exaltado por gracia divina, que tenía la fuerza de voluntad de diez corceles para dominar sus instintos inferiores. No se puede esperar mucho, en cambio, de los jugadores de futbol de la recién fundada Liga MX a los que se les hay pedido voto de pobreza y castidad para que puedan ser tocados por la gracia del gran señor Decio de María, su dios inventor, que quiere, por lo que se ve, una legión de frailes enfundados en pantaloncillos.
Acaba de iniciar la nueva liga que no tiene mayor diferencia que la anterior más que su envoltorio. El nuevo logotipo le da identidad a una recién creada razón social para administrar el negocio de las televisoras.
En el sueño de los federativos por hacer que la liga sea más competitiva, y sus impulsos aldeanos por acercarse, por lo menos en la forma, a las competencias europeas, han demostrado su escasa inventiva y su nula capacidad para reinventarse. Porque la MX es un remedo de lo que fue la liga anterior, no es una revolución, como han querido venderla, de la industria del futbol federado. Los abusos y las injusticias continúan.
Se le exige a los jugadores, pero los propietarios están dispuestos a dar muy poco. Todos los futbolistas se proclaman, por principio de cuenta, en desaparecer el pacto de caballeros, una costumbre que convierte a la gran familia de propietarios en una especie de pandilla rusa de la vieja escuela, donde los jugadores insumisos reciben exilio o muerte. Pero no hay concesiones hacia ellos.
Frente a este equívoco mayor del balompié mexicano, único en el mundo, los dueños de la pelota han decidido guardar silencio. La ignominiosa complicidad creada entre ellos deja abierta la puerta para cualquier insurrección y justifica la mayor de las indisciplinas. ¿Con qué cara los hombres de pantalón largo piden obedecer reglas que son, de suyo, contrarias a sus propias creencias, nocivas para sus rituales masónicos?
Si de verdad quisieran que prosperara el futbol como deporte de paga, deberían, de entrada, desprenderse de sus propias vilezas que los exhiben en su exacta dimensión. El pacto entre caballeros, la multipropiedad y el veto a la asociación de futbolistas, son condiciones sine qua non de la nueva configuración del tablero en el que se mueven las piernas en el baile de los millones que benefician, únicamente, a los oligarcas que ceban sus bolsillos y se enlodan las manos con amasijos de futbolistas desechados después de años de leales servicios.
Vergüenza debería de darle a los charlatanes que manejan el futbol, en vez de andar haciendo inventos que han provocado una estruendosa carcajada entre los aficionados y burlas disimuladas entre los jugadores que, con amargura, se saben adentro en una espiral descendiente de la que no pueden salir.