Es una buena cosa que el hambre esté en la agenda presidencial. No sólo por la importancia de la meta, sino por su claridad. El hambre, la pobreza y la desigualdad se dan juntas, pero no son lo mismo. Subordinar el hambre a los otros problemas sirve para que ninguno se resuelva.
Miles de mexicanos mueren por desnutrición al año. Millones viven en la pobreza. Todos vivimos en la desigualdad. La primera cifra (8,000 en 2011, según las estadísticas de mortalidad del Inegi) y la última (116 millones a mediados de 2013, estimando a partir del censo 2010) tienen un significado aceptablemente preciso. Para la segunda sirve casi cualquier número, con la seguridad de que (en algún sentido) mide la pobreza. Depende de qué se entienda por pobreza.
El Diario Oficial del 16 de junio de 2010 publicó un farragoso documento de 60 páginas con los “Lineamientos y criterios generales para la definición, identificación y medición de la pobreza” del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). Ha servido para confundir a la opinión pública y convencerla de que las dificultades analíticas del tema rebasan al común de los mortales. Distingue los conceptos de pobreza alimentaria, pobreza de capacidades y pobreza de patrimonio. Pero la medición de la pobreza alimentaria se reduce a clasificar las cifras monetarias del gasto en alimentos (según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares del Inegi), y ver si alcanza para comprar una “canasta básica”.
Es un cálculo cómodo, pero rabón, porque el gasto monetario se refiere a compras y, por lo mismo, no refleja los alimentos consumidos fuera del mercado. Hace años, la Comisión Nacional de la Industria del Maíz para Consumo Humano estimaba que la mitad del maíz cultivado en México era de autoconsumo. El maíz de la propia milpa y las tortillas hechas en casa no cuentan como alimentos para el Coneval. Además, la canasta toma como base una sola dieta, ignorando los usos y costumbres locales. El pinole no cuenta como alimento básico en muchas partes, pero sí entre los tarahumaras.
Colgarse de las mediciones monetarias del gasto en alimentos no es un gran avance. Fue el método usado hace medio siglo por Ana María Flores (La magnitud del hambre en México, 1961), que llevó la lógica del mismo a convertir los pesos gastados (en carne, tortillas, frijol, arroz, azúcar) en gramos y calorías por habitante.
La desnutrición puede medirse en sus efectos (con exámenes médicos de aspecto,
peso, talla, muestras de sangre para ver si hay anemia) y en sus causas (por un estudio de los alimentos ingeridos: observando y preguntando qué y cuánto comen). El Instituto Nacional de la Nutrición ha realizado estudios directos en numerosas ocasiones y lugares. En 1979 y 1989 amplió la cobertura a 219 comunidades rurales como un conjunto representativo del medio rural. La Secretaría de Salud ha hecho encuestas nacionales en 1988, 1999, 2006 y 2012. Un resumen de la última está en Google (ensanut2012). Muestra que la desnutrición aguda (emaciación) bajó del 6.25 por ciento en 1988 al 1.6 por ciento en 2012.
Irresponsablemente, afirma que “la desnutrición aguda en niños ha sido superada, al erradicarse la emaciación”. Pero (suponiendo diez millones de niños) el 1.6 por ciento es un desastre inaceptable: 160,000 niños con desnutrición aguda. Esta cifra y la de 8,000 muertos por desnutrición son las que realmente importan: las que pueden y deben reducirse a cero. Hablar de millones de pobres, de “reorientar la economía” y de “movilizar a la sociedad” en la Cruzada Nacional Contra el Hambre es construir desde ahora justificaciones para que los responsables se laven las manos cuando la Cruzada termine en buenas intenciones. La meta importante (y medible periódicamente) debe centrarse en esas cifras.
Amartya Sen señaló hace tiempo que las hambrunas temporales (por inundaciones y sequías) están relacionadas con fallas logísticas: el transporte, almacenaje y distribución de los alimentos que no llegan a donde hacen falta. Igual sucede con el hambre permanente: la población indígena y rural más afectada vive en comunidades pequeñas, de difícil acceso. Sería ridículo hacerles llegar leche en polvo, que ni siquiera pueden digerir (como documentó hace años Nutrición). Hay que enviarles semillas y otros medios para enriquecer su agricultura de subsistencia con hortalizas y gallineros. Hay que suprimir el requisito que les impide recibir la ayuda monetaria de Oportunidades: el absurdo de exigir que los niños vayan a la escuela donde no hay escuelas y se vacunen donde no hay vacunas. Tampoco hay que sacarlos de su habitat para darles empleo y alojamiento en las ciudades. Hay que aprovechar que viven en el monte para enviarles empleos locales de interés nacional: reforestar y construir retenes para el agua de lluvia.
Si por hambre se entiende “pobreza alimentaria”, la Cruzada va al fracaso. Hay que centrarla en lo que sí se puede lograr en unos cuantos años: acabar con la desnutrición.