
La liga de futbol americano profesional de Estados Unidos, conocida como la NFL, es la mejor del mundo en cuanto a organización. El juego del ovoide, creado en la Unión Americana, es el más espectacular de los que hay en el planeta. También es reconocida esta como una de las organizaciones deportivas que más ganancias genera en el orbe.
Cada juego de campeonato conocido como Súper Tazón o Super Bowl es un inmenso acontecimiento en el que se entreveran espectáculo, mercadotecnia, tecnología y una intensa emoción que es compartida por millones de espectadores que siguen el encuentro en televisión abierta en todo el mundo. Todo bajo un inmenso protector de orden y organización excelente.
El campeonato que el pasado domingo 7 se jugó en Florida me dejó algunas enseñanzas a las que le doy valor universal. El débil Santos derrotó al favorito Potros en un encuentro trepidante y cargado de adrenalina.
Durante el encuentro que presencié en vivo, observé el desempeño de los árbitros, hombres vestidos con rayas blancas y negras, muy parecidos a las cebras, y mayormente de edad avanzada.
Su admirable sentido de la apreciación hace que tengan famas intachables y nadie duda de su honestidad. Los umpires son hombres comprometidos con la verdad y con el compromiso de hacer del juego una contienda limpia en la que obtiene el triunfo el mejor, el más preparado, el que anota justamente más puntos.
Llamó poderosamente mi atención su presteza para darle a cada uno de los bandos su justo merecido. Ninguno dudó ni un momento en arrojar el fatídico pañuelo amarillo, en señal de castigo, cuando así lo ameritara alguna jugada.
No importaba el momento en el que se encontrara el partido, ni el marcador. Su función no tenía espacio para la política, para el fluido armónico del cotejo. Castigaban y ya.
Con ese rigor justiciero de hombres implacables vigilándolos, los jugadores participan en la rudeza natural de este deporte, pero se cuidan de no incurrir en faltas que, saben, van a ser reprimidas por los jueces que están en todo.
Y, en gesto de humana falibilidad, cuando se equivocan, recurren al auxilio de la repetición instantánea para corregirse y públicamente aceptar sus pifias. Nadie los ha acusado de ineptos por ello.
Me pregunté, admirando su desempeño, porque en el futbol los árbitros no se dedican a aplicar el reglamento para mejorar el juego. Vi por televisión, horas antes del Súper Tazón, el encuentro entre Rayados y Diablos, en Toluca. Me da ahora pena establecer un comparativo.
El árbitro de apellido Peñaloza –como lo hacen sus pares en todo el futbol mexicano, incluyendo Armando Archundia y Marco Rodríguez, designados para representar al país en el mundial de Sudáfrica–, se ocupó en llevar el encuentro con criterios conciliatorios.
Se abstuvo de pitar un penal a favor de Rayados. El portero toluqueño incurrió en un jalón descarado sobre el atacante regio. Para no exponerse a reproches, el silbante dejó transcurrir las acciones y el contragolpe derivó en gol de los locales.
En el segundo tiempo, Peñaloza marcó un inexistente penal a favor de Monterrey. Aplicó la absurda ley de la compensación para lavar su error cubriéndolo con otro, embarrando de suciedad el juego y a los dos equipos, pero por igual.
El partido terminó igualado a un gol, con anotaciones manchadas por la injusticia. Ahora pienso que si los árbitros en México se dedicaran a aplicar el reglamento, como lo hacen los viejos réferis de la NFL, el futbol, en general, mejoraría. Los jugadores no se jalarían la camisa en el área, no harían tiempo deliberadamente, no reclamarían al árbitro, ni fingirían faltas, ni buscarían la chapuza como argumento para ganar.
Es, creo, una cuestión de actitud de los jueces mexicanos, aunque tal vez, es también una cuestión de cultura.