
Cuando Karl-Heinz Rummenigge fue presidente del Bayern Munich se avocaba a recomendar entrenadores que trabajaran el aspecto anímico de los jugadores. Los entrevistaba personalmente y si veía que eran únicamente de esos libros andantes de estrategia, pero sin laberintos en el corazón, por donde pudieran entreverse atisbos de pasión, coraje y determinación, los tachaba de la lista.
Recordé al maestro alemán ahora que atestigüé el milagro mexicano de su equipo Sub 17, que el pasado domingo 10 de julio dieron un salto al vacío y se convirtieron en inmortales siendo aún adolescentes, algo que pueden presumir muy pocos seres humanos en el congestionado planeta de seis mil millones de especímenes.
La clave de su éxito fue la confianza. Lo fue desde el principio, cuando se repusieron a una temprana desventaja frente a Corea del Norte, en el partido inaugural, y lo fue hasta el final cuando se volcaron con oleadas impetuosas sobre el marco de los uruguayos, a los que derrotaron 2-0.
Los muchachos dirigidos por Raúl Gutiérrez fueron, durante todo el torneo, emocionalmente superiores a sus rivales, que tienen una mayor jerarquía internacional, mayor prosapia y tradición. En las selecciones mayores, Uruguay y Alemania ya tienen campeonatos del mundo. Holanda tiene tres finales disputadas.
No es complicado tener un palmarés futbolero superior al del equipo azteca. Pero en esta edición, ninguna estadística fue suficiente para darles a los cadetes mexicanos un mentís lo suficientemente contundente como para bajarlos del tren bala desde que se subieron al inicio de esta justa de estrellas del mañana.
Brasil, ejemplo de la supremacía del balompié, enseñó una pálida oncena que fue barrida en semifinales y, también, en el premio de consolación por el tercer lugar.
El mundo siempre ha preguntado cuál es la magia carioca que los hace, siempre, candidatos al título en el soccer. La historia inicia en 1930, cuado se firma el primer mundial. Uruguay fue el campeón primigenio, en el torneo disputado en su propia casa. Veinte años después volvió a izar la copa derrotando a Brasil, en el famoso Maracanazo.
A partir de 1958 la verde amarela comenzó a construir su propia leyenda, acumulando campeonatos hasta cifrar cinco. Hubo un largo proceso carburante para que pudiera proclamarse monarca universal. Desde entonces, todas sus selecciones han lucido con gallardía y arrogancia la camiseta nacional. Saltan a la cancha con medio triunfo en la bolsa, exhibiendo sus numerosas estrellas en el pecho. Derrotaron sus temores primarios y ganaron en la confianza a la que se refería Rummenige.
Los muchachos mexicanos hicieron lo mismo esta vez, aunque en una categoría menor. El Potro Gutiérrez comentó algo que es preciso citar: los chicos son diferentes a las selecciones mexicanas mayores porque no tienen malicia, no juegan por billetazos, tienen ilusión y están aún más receptivos a las indicaciones de un entrenador que les muestra el camino y los vacuna contra los fantasmas del fracaso, que inevitablemente llegarán, pero que no los rondan todo el día espantando sus ilusiones.
Los niños héroes que ganaron la primera copa para México de 2005 en Perú, encabezados por Gio y Vela, enseñaron el camino. Fueron, en su tiempo, el epítome del nuevo futbolista tenochca, la compactación de virtudes individuales y en equipo, que el futbol tricolor necesita.
Ahora, los campeones de México 2011 se adentran en territorio ya explorado que, afortunadamente, comienza a serles familiar.
Yo también me pregunto cuándo ganará el Tri mayor esa confianza.