
La final de la Eurocopa de 1988 registra uno de los momentos cumbres en la historia del futbol universal: Marcel van Basten, atacante de Holanda, recibe un centro pasado, afuera del área chica y sin ángulo, de volea, saca un soberbio zapatazo que techa al soviético Rinat Dassaev, entonces el mejor arquero del mundo.
Con ese tanto del espigado atacante, al que sus amigos llamaban Marco, se establecía el 2-0 definitivo y la naranja mecánica sellaba la conquista de la Euro en Alemania Federal.
Hubo un episodio místico en esa jugada verificada el 25 de junio en el Estadio Olímpico de Munich. Aunque se le recuerda como un acontecimiento deportivo de época, la jugada tiene aportes mayores para cualquier lego del deporte. Contiene aprendizaje para los estudiosos, materia para la ciencia, epifanía para los creyentes.
En ese lance puede verse algo de intervención divina, Dios inmiscuido en asuntos terrenales. Eso que ocurrió tiene mucha relación con la aspiración de los sintoístas por integrarse como unidad con la naturaleza.
Ruud Gulit, al minuto 32, había puesto adelante a los pupilos de
Rinus Michels.
La apoteosis estalla en el minuto 54. La jugada surge de un contragolpe demoledor de Van Tiggelen, que roba la pelota en su propio terreno y se adentra con un par de largas zancadas en territorio enemigo. Abre a la izquierda a Muhren quien, de primera intención, centra pasado, enviando el esférico como una bomba hacia la parcela contraria, y Marco la prende de derecha. El zaguero Vasili Rats, que lo marcaba, no hizo nada, pero no por debilidad, sino porque no tenía forma de suponer que el holandés iba disparar de aire. El estadio enmudeció un instante. En las cabinas, los locutores de una decena de países saltaron en sus asientos, igual de sorprendidos y se atragantaron con su asombro. Es que hubo apenas un segundo y fracción entre el desprendimiento y la resolución del atacante. Nadie suponía lo que hizo el número 12 de los Países Bajos.
Durante ese instante mínimo, todo el cuerpo de Van Basten se predispuso a conectar la esférica de una manera tal que entrara por el único espacio inalcanzable para el golero soviético. La envió por un túnel de precisión cuántica y con un efecto tal que antes de pasar de largo, la rotación produjo una extraña curvatura que hizo a la redonda bajar de repente.
Fue un milagro de la aerodinámica. Van Basten había nacido para ese momento. Las duras jornadas de entrenamiento como amateur y, luego como debutante del Ajax, de Amsterdam lo habían preparado para esa hora. En ese punto, el más elevado de su carrera, se conectó con el universo. Cada una de las moléculas de las que estaba compuesto su cuerpo se armonizó por un instante cósmico para entonar su propio coro en la gran melodía del concierto universal. Los seres humanos tratan desesperadamente de modificar las fuerzas que rigen a la naturaleza, luchan contra las corrientes del destino, se revuelven, forcejean, tratan de liberarse de la opresión de los elementos y al final son absorbidos por el todo, eso que Hermann Hesse llama el destino ineludible.
De eso están hechas las grandes hazañas de la destreza humana. Los literatos que alcanzan mesetas creativas, los pintores, los automovilistas, arquitectos, guerreros, todos los hombres que consiguen proezas y se elevan por encima de sus congéneres, de algún modo irracional e inexplicable alcanzan concentración tan absoluta que los hace vibrar con una intensidad que escapa de ellos, los desborda y los proyecta hacia órbitas mucho muy elevadas.
Van Basten alcanzó uno de esos puntos sublimes que pueden ocurrir una vez en la vida. Siguió brillando, claro, porque estaba superdotado para el futbol, pero nunca volvió a anotar con semejante maestría, con esa clase de genialidad irrepetible. Hizo otros goles, como una chilena que marcó jugando para el Ajax.
El tanto fue bello en sí, pero sin ese aroma de genialidad como aquel de Munich, que hace recordarlo como uno de los más bellos goles jamás registrados por una cámara de televisión.