La contratación de Omar Bravo por parte de Tigres, para que juegue los nueve partidos que restan de la temporada regular en el Clausura 09, es uno de los movimientos más grotescos que se han visto en toda la historia de las transacciones del futbol mexicano.
Además de la confirmación de la mentalidad cortoplacista que hay entre los directivos del balompié nacional, el movimiento ofrece otras lecturas interesantes que apuntalan la sospecha del desprecio de las instituciones al aficionado.
Ofrece también un deplorable ejemplo para la niñez en ciernes.
Tigres es el equipo de la Universidad Autónoma de Nuevo León regalado a Cementos Mexicanos. Esta es la segunda cementera más grande del mundo. Lo que le sobra es moneda corriente. Como parte de la “generosa” mentalidad empresarial de la cementera de origen regiomontano está la de crear un equipo de futbol, administrarlo e impulsarlo con el objetivo de retribuir a la gente su preferencia por los productos de Cemex. ¡Oh, gran pópulo, aquí está su equipo, adoradlo y agradecedme por este gesto!, parecen gritar los potentados.
Los dueños de la empresa pueden ser galardonados summa cum laude de Yale y Harvard, pero de futbol no saben nada. Cierto, pueden comprar, si quieren, a Cristiano Ronaldo. Por eso echan mano a los euros para tratar de solucionar el problema. Su mentalidad es simple: si necesitamos goles, traigamos a un goleador.
No tienen capacidad para observar que el público, el aficionado que está en la base de la pirámide del futbol –cuando debería estar en la cima– asume una identificación con el equipo que no tiene relación con el mercado, ni con el empleo de recursos para adquirir o vender jugadores. Quiere identidad, pertenencia, ubicarse en las prioridades de Maslow para adherirse a la causa de su equipo.
La adquisición de Bravo es la que haría un tahúr que pierde todo el dinero en un casino y decide solucionar el problema comprando todo el garito. Lo malo aquí es que en Tigres, ni comprando todo el casino, el magnate tiene asegurado su dinero.
El delantero mochiteco llega como salvador en un golpe publicitario. Está en buena forma y es un profesional. Pero a los dos segundos que se baja del avión, sus primeras palabras son para afirmar con pundonor –y mucha estulticia– que se prepara para regresar a La Coruña por una revancha. No ha jugado ni un minuto con su nuevo equipo millonario y ya está pensando en regresar.
Si Omar fuera un playboy pobre, se casaría con una vieja rica y la envenenaría en la noche de bodas. Lo que le importaría sería la plata, a costa de lo que fuera. Es esta una nueva forma de ocupación mercenaria en el deporte profesional. Hay qué olvidar la tradición, el apego a la franela, la convicción de unos colores. El mensaje de Bravo para los niños es: ve con el que más te pague. El de Cemex es: si no puedes, métele dinero.
Dicen los directivos constantemente que no tienen qué dar cuentas a nadie porque no le piden dinero a la afición para las transacciones de piernas. Cierto, pero es lo mismo que diría cualquier jugador que podría alegar que no deben de abuchearlo desde la tribuna, porque no le debe nada a nadie. En la dinámica del futbol, claro que la barra puede reprochar el trabajo de cualquiera que no se desempeña con atingencia. Y la prensa y la tribuna también pueden censurar el desempeño del directivo, que si bien no le pide dinero al que lo recrimina, sí da muestra de cómo administra los dineros para formar o deformar un equipo que, dicen día tras día, en anuncios publicitarios, espectaculares y banners, es de toda la afición que, parece, no debe elevar su voz de descontento y debe sentarse a aplaudir civilizadamente, mientras el barco en el que va la colectividad hace agua sin que funcionen las bombas de evacuación.
Tigres hizo un ridículo espantoso al adquirir a Omar Bravo como salvador. Es el hazmerreír del futbol mexicano con esta compra de pánico.
Y aún no se sabe si ganará, aunque tenga dinero para adquirir el casino completo.