
Yasí, como pasan los acontecimientos más anticipados, como los nacimientos y las muertes, pasó el Mundial Sudáfrica 2010.
Caminaba por calles de Monterrey y vi en el metro subterráneo de esa ciudad un enorme anuncio de unicel tirado. Tenía el busto del sonriente “Chicharito” Hernández invitando a todos a consumir emparedados.
Nadie reparaba ya en la imagen del chico que apenas dos semanas antes había hecho que trepidara todo México, cuando el equipo Tricolor se había enganchado en la gloria efímera de haber derrotado a los franceses, en lo que era la victoria más importante en la historia del balompié nacional.
En un país, como el mexicano, donde las victorias son escasas, el esfuerzo denodado, y las aspiraciones siempre descomunales, se debía rescatar algo de la riqueza emocional que estaba generando la Copa en el continente negro.
Pero a la semana siguiente el ánimo menguó con la derrota ante Uruguay, y luego se desencadenó la calamidad con la contundente descalabrada ante Argentina, que vino a dar el mayor de los mentís a la transformación pretendida del equipo mexicano hacia un estado mayor, la ilusión de que el Tri hablaba ya el idioma de los protagonistas.
No quiero ni imaginar cómo se vivió en Francia la eliminación en la primera etapa. No estuve ahí, pero tuve un adelanto de lo que realmente ocurrió en el vestidor cuando hablé con Domenech, pero no puedo revelar esa conversación secreta.
Aguirre, por su parte, me había pedido que le avaluara el juego ante los ches esa misma noche de la derrota, pero opté por apagar el celular. Y creo que acerté, porque “El Vasco” estaba de un humor desalmado, dispuesto a arrojarle el plato en la cara a quien osara colocarse en un bando que no era el de su tristeza.
Al final, triunfó la derrota en México, o se enseñoreó la ya conocida tristeza post festejo, esa que se siente cuando toca recoger los vasos y las colillas cuando los invitados ya se fueron después de un pachangón.
El caso es que acá en México a la afición ni le dio cruda porque no se alcanzaron a helar las cervezas, ni se pudo destapar la sidra. No pasó nada. En los días que siguieron a la eliminación, las camisas verdes fueron olvidadas en el armario. En las oficinas los compañeros se saludaron diligentemente y se concentraron en sus asuntos, lo cual significaba olvidarse de la dolorosa decepción mexicana y concentrarse en otras naciones que estaban jugando bárbaro y que merecían el título, con jugadores de nombres impronunciables y recién descubiertos, que venían de viejos conocidos como Holanda y Alemania.
Pasó el Mundial con un poco de pena para México, no mucha, pero con una sensación de derrota minúscula. Nadie se murió, no disminuyó el ingreso, ni se elevaron los intereses de las casas. Pero sí hubo algunas miradas hacia el sol del atardecer, preguntándose qué faltó en este campeonato.
Y la respuesta fue, seguramente, como en otros años, la misma, ciega y esperanzada: faltó suerte.