
Conocí a Arpad Fékete Priska hace unos 22 años. Conviví con el veterano estratega húngaro durante una de sus estancias que tuvo en Nuevo León, al frente del equipo Tigres, que comandó en tres ocasiones durante dos décadas.
Al enterarme de su fallecimiento, el 26 de febrero pasado, no pude dejar de sonreír al recordar al viejo sabio que murió como el Rey David, en buena vejez y satisfecho de días.
Le decían el Bombero, por la costumbre de resolver las crisis de los equipos que dirigía. El mote le quedaba pequeño y deslucía sus glorias pasadas. Habiendo sido mundialista, coleccionista de camisetas y de estandartes a lo largo de los años en que estuvo activo, como delantero, se le recuerda únicamente por haber apagado incendios en equipos en crisis.
Fékete dio mucho más al futbol y lo supe por él. Pasamos largas horas antes y después de los entrenamientos de Tigres del 89, sentados en las bancas del Estadio Universitario que decía que le recordaba los parques deportivos de Rumania, donde jugó muchas veces y que parecían jaulas feroces cuando los equipos locales eran derrotados. A mí, que era un joven periodista, me preguntaba por mi país y se maravillaba al relatarme sus visitas a Oaxaca y a Chiapas, de vacaciones, donde se enamoró de los paisajes y la cultura mexicana.
No se amargaba porque lo asociaran con el rescate de equipos emproblemados. Con su acento marcado de europeo oriental me decía, con una sonrisa siempre, que había sido seleccionado en Hungría y desde que nació su meta fue jugar futbol a un nivel profesional, y para ello se mentalizó en su niñez y primera juventud, en el poblado de Salgótarján, donde vio la primera luz. Debutó muy chico en una liga semiprofesional de su país, cuando apenas tenía 15 años.
Se enorgullecía al recordar su primer convocatoria a la Selección Nacional de Hungría poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía apenas 19 años. Me decía que hubiera jugado gratis por su país, pero que a los jugadores les pagaban bien y que, por recibir ropa nueva y alimentación balanceada, hasta llegaba a sentirse un privilegiado en un mundo tan lleno de problemas como era la Europa dividida por la conflagración en la que perecieron finísimos amigos suyos que no sólo eran excelentes jugadores, sino también nobles personas.
Me decía que era un muchacho inquieto. Recuerda que de todos los chicos que crecieron en la colonia donde vivía fue el único que conoció América.
El fin de la guerra lo llevó a jugar en Rumania, Italia y Francia Tenía cartel el rubio cascorvo que se enfilaba como torpedo cuando agarraba la pelota y que saltaba un poco más que el resto para ganar con frecuencia los balones por aire.
En 1954, graduado ya como entrenador, viajó a Estados Unidos, donde sintió repulsa por la vida americana. Respetaba al país, porque le agradaba el orden norteamericano, pero se sentía un extraño entre las multitudes y sociedades despersonalizadas donde los vecinos no se conocían, y donde los pleitos se dirimían en las cortes, y no con debates, gritos o puñetazos, como él acostumbraba.
Ya se conoce su historia en México. Del 57 al 60, le dio dos títulos al Chivas, el equipo de sus amores en el país. Luego fue un gitano que rondó entre el Deportivo Oro, Toluca, Pumas, Selección Jalisco, Atlas. En el 76 salvó a Tigres del descenso en la promoción contra Zacatepec. Cayó de rodillas cuando Iaúca, el “Artillero del Diablo”, marcó el gol de cabeza que evitó la debacle felina y le otorgó la salvación. Fue todo lo que hizo el brasileño, pero por ello la afición y el húngaro le estuvieron eternamente agradecidos.
Tuvo pasos por Tecos y León. Al final, cansado del futbol, se refugió en Guadalajara, donde dejó de existir apaciblemente.
Lo recuerdo siempre con su escaso cabello cano y su nariz bulbosa. La boca se le llenaba de saliva cuando se atropellaba en su intento por hilar malas palabras del castellano. Siempre fue muy divertido y me enseñó que una persona es mucho más que su apariencia.
Lo recuerdo ahora con afecto.