
Los primeros cien días de cualquier presidencia suelen ser una mezcla de promesas, expectativas y señales claras de hacia dónde va el país. Pero con Donald Trump, esa etapa inicial fue algo más: un torbellino de decisiones impulsivas, discursos divisivos y una estrategia que parece diseñada más para provocar que para construir.
Trump llegó a la Casa Blanca con la promesa de “hacer grande a América otra vez”, y si bien sus votantes esperaban un cambio drástico, lo que obtuvieron fue una especie de ruptura controlada. En materia comercial, el nuevo presidente no perdió tiempo. Salió del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), y apuntó directamente contra el Telecan, anunciando su intención de reescribir las reglas del juego. También amenazó con aranceles a productos de países como China y México, en un intento de proteger la industria nacional. El problema es que estas decisiones, aunque aplaudidas en algunos Estados industriales, sembraron incertidumbre entre aliados y empresas, y abrieron la puerta a una posible guerra comercial.
Pero si hubo un tema que definió estos primeros cien días, fue la inmigración. Trump convirtió la frontera en una trinchera simbólica y literal. Impulsó la construcción de un muro con México, intensificó las redadas y firmó un veto migratorio contra países de mayoría musulmana que desató protestas masivas y fue bloqueado por varios tribunales. Lo que para algunos era una promesa cumplida, para muchos otros fue una señal de intolerancia y retroceso.
Más allá de las políticas, lo que realmente marcó este arranque fue el estilo Trump. Lejos de moderarse tras asumir el cargo, optó por mantener el tono confrontacional que lo llevó al poder. Descalificó a periodistas, desacreditó instituciones, y gobernó a golpe de tuit, sin filtros ni matices. En solo cien días, logró erosionar la relación con la prensa, sembrar dudas dentro de su propio partido y mantener al país en un estado de tensión constante.
Y todo esto con un respaldo popular en caída libre. Las encuestas lo mostraban con menos del 40% de aprobación, una cifra histórica para un presidente recién llegado. La razón es clara: más allá de las ideologías, hay una sensación creciente de improvisación, de falta de rumbo, de que todo se decide más por impulso que por estrategia.
Cien días no definen una presidencia, pero sí dicen mucho sobre las intenciones de quien la lidera. En el caso de Trump, el mensaje fue claro: vino a romper las reglas, a agitar las aguas y a desafiar a todos los que no piensan como él. La gran pregunta es si, tras tanto ruido, quedará algo sólido. O si estos primeros cien días fueron solo el prólogo de un caos aún mayor.