Es tan puro y genuino el apego que sienten los aficionados de Tigres y Rayados por sus equipos que hasta provocan náuseas.
El futbol es un deporte universal –el más de todos, si se quiere– y convoca a multitudes que sucumben bajo la magia de un balón que rueda en una superficie de césped de 90 por 45 metros.
Pero hasta en estos terrenos que lindan el fanatismo, hay límites.
Los seguidores de estos dos mediocres clubes de la ciudad norteña de Monterrey, desbordaron sus ríos y parece que ya perdieron la cordura.
Ya se conocía, desde siempre, la adicción de los varones en esa ciudad hacia sus respectivas escuadras. No era un secreto a voces, era un secreto en la calle.
Pero ahora que se aproxima una nueva liga, vuelven ilusionados a las taquillas y adquieren abonos para asegurar su entrada al estadio durante el próximo año fiscal. Demuestran una voluntad afectiva como la que el recién nacido instintivamente siente por la madre, cuando abarca con su pequeña boca el pezón que lo amamanta.
El fenómeno que se vive en esa ciudad hace cada vez más comprensible y deseable la adquisición de un sistema de televisión por cable, que por una módica mensualidad incluye un centenar de canales con películas de primer nivel y un puñado de transmisoras, a nivel mundial, que se dedican a presentar juegos de futbol de países remotos y de la liga doméstica de México.
Parece más deseable, así, ver el juego de lejos, desde un sillón en la casa y con opción a circular entre la oferta de sintonías, que pagar por ver en vivo a un grupo de jóvenes adultos, vestidos en finos uniformes de pantalón corto, que corren detrás de un balón con una técnica similar que utilizan los niños del kinder garden cuando les arrojan una pelota y todos la persiguen para darle el puntapié.
¿Cuándo le dieron los aficionados ese protagonismo a los jugadores, a los directivos, al cuerpo técnico? ¿Por qué creen, aun, en las promesas de campeonato, como quien espera la llegada de Noel en diciembre? Los jugadores que defienden las franelas de Tigres y Rayados llegan a la ciudad procedentes de sus barrios humildes de Sudamérica, y obtienen contratos millonarios que los colocan, de un golpe de contrato, en la cúspide de la pirámide social.
Se pasean estos muchachos en sus convertibles y circulan a pie en los centros comerciales de moda, ante la mirada de adoración de sus seguidores que desfallecen a su paso y se sienten tocados por la varita de Merlín cuando les estampan su autógrafo en la espalda.
Ellos no son culpables. Son trabajadores con habilidades extraordinarias que se cotizan y obtienen un estipendio descomunal. Pero la gente les da esa áura celestial que los hace, en muchos casos, creerse realmente, que son bañados por leche divina.
Es indignante ver a esos fans quejándose, maldiciendo y mascullando dicterios ante las constantes malas marchas de sus equipos. Es indignante cómo le dan patente de próceres a sus jugadores favoritos. Los aman un día y al siguiente quieren arrojarlos a los coyotes.
Pero también es ineludible comprender las filias compulsivas de los regiomontanos, saber que para ellos el futbol es una manifestación divina en la Tierra sobre los avatares de lo impensado, la sorpresa constante, el vórtice de emociones incomparables y sin mesura que se viven en un estadio.
Pobres aficionados. Viven renegando de sus equipos, pero sueñan expirar mirando a los ojos a sus ídolos.
Ojalá y algún día se detengan a pensar en lo que hacen.