Israel escuchó que en Monterrey la sequía estaba causando estragos en la gente; el calor cocinaba a fuego lento los escrúpulos de los habitantes de la zona metropolitana y disparaba el número de delitos.
Se imaginó que si los problemas de la ciudad salían tan seguido en las noticias era porque allá les iba mucho peor que en su ejido.
Y eso que en Doctor Arroyo la situación no era sencilla en ese verano de 1998: un invierno seco y una primavera muy cálida habían dejado el ambiente más agobiante que de costumbre.
A pregunta expresa, un secretario de Gobierno de elegante apellido francés dijo desde su fresca oficina climatizada que declarar zona de desastre el sur de Nuevo León significaría que se estaba muriendo el ganado “y yo no he visto ni una vaca muerta”.
Entonces la misión era simple: buscar una res muerta para mostrársela al
funcionario.
Luego de casi cinco horas por carretera y terracería el paisaje del último rincón de Nuevo León, ya pegadito con San Luis, fue elocuente:
En los aljibes, la poca agua estancada tomaba una brillante coloración verde esmeralda y hasta a los animales dudaban un momento antes de hundir en ella sus ansiosos belfos.
La gente no tenía más remedio: usaban pañales de tela para separar la nata del líquido, luego dejaban que éste reposara un día y lo volvían a colar antes de beberlo.
Por supuesto, las enfermedades gastrointestinales eran el pan de cada día, pero si no había dinero para comprar agua, menos para viajar una hora hasta la clínica municipal.
No perdona el desierto ni entiende de términos medios: o es un horno sofocante o una congeladora.
Por suerte, para el tiempo de frío, la gente tenía las cobijas que les habían llevado el invierno anterior periodistas de Milenio encabezados por Mónica Hernández, Alejandro Salas, Filiberto Macías y Carlos Rangel.
-Ha de decir que cómo chingamos ¿verdad? Primero con las cobijas pa’l frío y ahora con agua pa’ la calor-, comentó Israel cuando se ofreció a rastrear una vaca muerta.
Luego de una búsqueda que se llevó todo el día, ya con el inclemente sol bostezando, el joven padre de familia encontró los restos de un becerro que se ganó la primera plana de un periódico y un poco de atención de algunos funcionarios.
Y no es que fueran pocos los animales víctimas de la insolación, explicó el ejidatario, lo que pasa es que apenas morían y coyotes y zopilotes los devoraban hasta los huesos.
Ahora, una década después de aquella búsqueda, el campesino leyó en los periódicos que las autoridades ampliaron la red de agua potable en la cabecera municipal.
Israel ya es abuelo y espera que, antes de otros 10 años, su distante ejido pueda tener asegurado el abasto del líquido.
Aunque sus familiares ya no lo necesitan, porque se los llevó a Houston a vivir con la zozobra propia de los indocumentados pero, al menos, ya no sufren con el frío del invierno ni se mueren de sed durante el verano.