
En su exploración europea Woody Allen presenta con Medianoche en París el que es quizá el mejor de sus guiones de su amplia trayectoria como escritor.
Cada una de sus historias es un brillante ensayo sobre la compleja intimidad del ser humano, generalmente partiendo de premisas de desamor y pérdida, pero siempre contada con una astuta cotidianeidad que la convierte en una anécdota universalmente familiar.
Siempre ha sido un superdotado escritor, pero con Medianoche en París, alcanza un extremo creativo que parece insuperable.
Anteriormente, el maestro neoyorquino había capturado la atención con la estupenda Vicky Cristina Barcelona, la aventura fílmica en el Viejo continente, ubicada en la Ciudad Condal. Ahora, otra vez en Europa el realizador cae rendido frente al inconmensurable encanto de París y le otorga a la ciudad luz una cinta-homenaje que es, al mismo tiempo, una oda a la creatividad.
Con una idea extremadamente sencilla y encantadoramente nostálgica, Allen recurre al más básico de los trucos de la ficción: crear nuevos mundos. Pero aquí lo hace de una manera tan elemental en forma de irresistible comedia romántica de corte clásico, insospechada para una era dominada por la tecnología y el artificio visual.
Owen Wilson y Rachel McAdams son una pareja de norteamericanos que viajan a la capital francesa como un preámbulo de su anticipada boda. El es un guionista de éxito comercial que pretende ser escritor, aunque sufre de un bloqueo creativo. Ella es atractiva, caprichosa y dominada por sus padres, patrocinadores del viaje.
Las constantes desavenencias de la pareja hacen que una noche cualquiera él se aventure en solitario por las calles de la glamorosa metrópoli. Y ahí, en una esquina perdida en el mapa, surge lo inesperado. Repentinamente, Wilson se encuentra gloriosamente atrapado en lo que es el anhelo de cualquier escribidor.
El sorpresivo Allen crea una aventura mágica que le permite a su desconcertado protagonista materializar sus sueños pero, al mismo tiempo, continuar con su aburrida y cada vez más inestable relación de pareja. El, aferrado a la idea de mudarse a vivir a París para obtener inspiración para su obra, encuentra inmejorables pretextos para quedarse ahí por siempre. Sin embargo, parece ser que lo que en realidad necesita es escapar de su propia vida con la cual, evidentemente, no está conforme.
Allen tuvo el acierto de incluir a dos improbables estrellas del cinema pop en esta escapada surrealista porque, en realidad, la actuación les exige muy poco. Wilson, continúa en su papel de taciturno galán desconcertado, ideal para el carácter pusilánime del protagonista que no define el rumbo de su vida, superado por todos los acontecimientos. Con una autoestima notoriamente enferma, el joven se deja arrastrar por los acontecimientos, ebrio de sorpresa, como un niño en un gigantesco parque de diversiones habitado por los más grandes próceres del arte que visitaron París en los años 20.
No trasciende, realmente, la actuación de Wilson que pudo hacerla prácticamente cualquier actor de su exitosa generación de comediantes. Lo importante es ver hacia donde lo llevan esos irrepetibles momentos que vive durante la medianoche parisina.
Con esta película Allen de alguna manera se integra a la pléyade que convirtió este punto en la capital del arte mundial, llena de bohemia, esplendor, creatividad y tragedia. Invita a escapar del tedio diario y generar fantasías, adentrarse en dimensiones donde una persona puede ser otra, sin dejar de ser ella misma.
Desde La Rosa Púrpura del Cairo, el director no se había atrevido a interesarse con tanta audacia en la magia de la ficción.
Al final, Allen deja una reflexión para los desilusionados: vive la vida que te tocó y no añora el pasado, porque este alguna vez también fue presente y quienes ahí vivieron sintieron que alguna otra época pasada fue, en ese tiempo, la verdadera edad de oro.