
Por si alguien lo había olvidado, además de ser una estrella de cine, George Clooney también actúa, y lo hace muy bien.
Nunca como en Los Descendientes había sido tan exigido para alcanzar un rango dramático que permanecía oculto. Había hecho trabajos de acción, e incluso había ganado el Oscar como un duro agente encubierto en Syriana. Pero hasta ahora se le ha visto llorar de dolor, amor y desamor.
El director Alexander Payne entrega, una vez más, una cinta en la que mezcla un poco de azúcar y mucha hiel. Al igual que lo ha hecho en sus soberbias La Trampa, Confesiones del Señor Schmidt y Entre Copas, echa una mirada en acontecimientos cotidianos, triviales y hasta vulgares. Pero se ocupa de exhibir lo que distingue a las personas y las hace interesantes dentro de sus pequeñas vidas y su condición anónima.
Clooney es el padre en una familia disfuncional, desintegrada en la práctica, que debe enfrentar un suceso trágico. Su esposa se encuentra en estado vegetal tras un trágico accidente. El debe lidiar con el cuidado de sus dos hijas, una preadolescente y otra que es una jovencita problemática de la que todos están alejados.
Todo en el drama es sigiloso, incluso los gritos histéricos de las chicas. Se mantiene todo en una atmósfera opresiva y desalentadora, en el marco esplendoroso de las playas de Hawaii. Desde un principio, el narrador destruye el mito: en el sistema de islas también hay dramas. La gente sufre, muere y se entristece. La alegría permanente es para los vacacionistas, únicamente. Por eso, toda la historia se desarrolla en un clima húmedo y gris, próximo a la tormenta que se desencadenará en las ínsulas y en sus vidas.
El cuasi viudo decide llevar una vida frugal, pudiendo llevarla como un marajá. Opta por trabajar, cuando él y toda su voraz parentela tienen el futuro asegurado durante numerosas generaciones posteriores, por ser descendientes de la antigua realeza hawaiana, lo que les ha sido dada en herencia una enorme fortuna en bienes inmuebles.
Clooney no sólo debe juntar los pedazos de su vida deshecha, sino también simultáneamente, recurrir a su sabiduría para lidiar con la familia extendida para repartir la herencia lo que implica una millonaria bonanza para una decena de primos que no dejan de presionarlo para que tome la decisión que más les convenga.
En el viaje para entender qué ha ocurrido con su vida insustancial, tras el doloroso incidente de su esposa, encuentra que no había estado despierto. Que el paisaje que para todos es paradisíaco, para él era aletargador y que no se había percatado de nada. Encuentra que un vistazo a su alma es más enriquecedor, que la belleza de las palmeras y el horizonte crepuscular.
Más que apegarse al cliché, Payne lo hace a las formas: el hombre desprevenido ante el imprevisto giro de su vida, se encuentra perdido, sin saber qué hacer, y en el extravío consigue encontrarse a sí mismo, resolver los misterios de su familia y reunir de nuevo las piezas dispersas en el abstruso rompecabezas doméstico.
Clooney llora, y lo hace varias veces. Como típico personaje de Payne, con el corazón roto, es exhibido en la ridícula grandilocuencia de su angustia personal, intrascendente para todos los demás. Sólo así puede entenderse que, deshecho por una devastadora revelación, salga la calle a correr como poseído, con una cómica cadencia marcada por el chancleo y la desesperación.
Las películas de Payne son anticlimáticas, como estas. Pero a falta de un desenlace trepidante, sí proporciona, siempre, una exhibición dramática de altura.
Los Descendientes es una excelente película que enseña las sorpresas de la vida, dulces o salobres, que conducen a un crecimiento espiritual.