
La noche del 25 de mayo, Miguel Herrera ofreció el festejo más horripilante y auténtico que se haya visto en la historia del futbol mexicano.
El Piojo se desbordó de júbilo, el corazón le estalló de alegría al ver cómo sus Aguilas se coronaban después de una intensa batalla en la que regresaron de la muerte, cuando estaban a 40 minutos de expirar.
Ya se sabe que Herrera es un hombre inteligente, pundonoroso y sincero.
Como jugador fue bronco y aguerrido. Como entrenador es como un gentleman, un bon vivant que encontró su lugar en el jet set futbolero en el América.
Cuando progresaban sus aspiraciones y se acercaba más al éxito, bajo la lluvia en el Estadio Azteca, el rostro se le demudó en espantosas muecas de euforia. La vida lo premiaba después de haber padecido dos amargas derrotas en finales.
No importaba el rictus, sólo la gloria, el dulce aroma del éxito que en ese momento le llegó con grandes bocanadas de fragancias de azar. El Piojo giraba en las estrellas en cada explosión de felicidad.
El regreso del América contra Cruz Azul, cuando la copa parecía ya definida, quedará por siempre en los archivos del futbol mexicano como la más espectacular voltereta que se haya registrado ahora en un partido de final.
Cuando el partido tenía un pesadísimo marcador de 2-0 a favor de La Máquina, al minuto 88, y parecía ya finiquitado el trámite, un recentro bombeado al área hizo que el mulato Aquivaldo Mosquera, con sus 110 kilos de peso, se sentara en el aire con un salto descomunal, le dijera sí a la pelota y la mandara a dormir.
Luego, en el 93 en el último aliento del juego, en el cobro de esquina, Moisés Muñoz, convertido en arquero ambulante, se tiró de paloma y echó el balón hacia fuera, pero con tan buena fortuna, que el zaguero cruzazulino Alejandro Castro lo rebanó y lo metió en su propia meta. Quizá si Moi la hubiera enfilado al marco se la hubieran tapado. Nadie lo sabrá jamás.
La Cruz Azul ya jamás se levantó. Deambuló por la cancha y el América, con un hombre menos, se creció.
Hay que reconocerlo: los últimos 30 minutos del alargue los jugó también el público. No metieron el gol porque no había forma reglamentaria de enviar la cancha a uno de los representantes de la tribuna para completar el cuadro mermado de los emplumados.
Pero sí fueron un factor decisivo para iluminar su camino.
Se cumplió en ese episodio la cita bíblica que atribuye a la fe un poder capaz de trasladar una colina de un sitio a otro.
Porque lo que ocurrió esa noche fue un percance sobrenatural. No es posible que el gol lo anote el portero en la última jugada del partido.
Fue una conspiración de asuntos asociados a las fuerzas invisibles e irracionales que detonan el deseo, la vehemencia, el ímpetu del alma por alcanzar objetivos desproporcionados.
Herrera lo anhelaba con el corazón, igual que todos los aficionados reunidos en el Estadio Azteca y los jugadores que se conjuntaron en una comunión integral. Todos se hermanaron con una energía cósmica que los llevó a conseguir el propósito que perseguían en conjunto, como uno solo.
Las fuerzas del universo, así, fácilmente conspiran para obtener cualquier objetivo.