
El estridente zumbido de las locomotoras y de sus pesados carros es algo que se ha vuelto parte de la vida rutinaria de una pobre, pero muy unida familia en el noreste del país.
Ni el filoso frío de la frontera ni el sofocante calor del verano o el recalcitrante fastidio de los zancudos en época de lluvia, han originado que dejen el que ha sido su hogar en los últimos 15 años y en el cual, afirman, se sienten muy felices, a pesar de no tener todos los servicios y comodidades.
Encima de unos rieles y dentro de una estructura de acero –parchada con retazos de madera, lámina y telas–, es como don Mario, doña Margarita e Ingrid Alexandra pasan ordinariamente los días y las noches.
Procedentes de Piedra Gorda, un pequeño poblado agrícola del sur oriente de Zacatecas, estos habitantes dicen vivir mejor incluso, que en su lugar de origen, caracterizado por las casas de adobe, el abandono y donde la jornada laboral en la siembra y siega de uva no supera los 50 pesos.
Describen que aquí al menos tienen un trabajo seguro reparando vías accidentadas y dándole mantenimiento a los caminos transitados por la compañía ferroviaria Kansas City Southern de México, de la que reciben la energía eléctrica y el agua potable que utilizan en el vagón.
Cuenta Margarita que antes de llegar a residir a su singular vivienda, ésta ya era usada por las cuadrillas de obreros que acompañaban a su esposo pero, al ser removidas, ella pudo quedarse permanentemente.
Después de una vida itinerante por varios Estados de la República, finalmente la pareja logró establecerse, por paradójico que resulte, en un coche de ferrocarril.
“Endenantes (sic) había gente así, pero como las quitaron nada más este vagón quedó. Mario es operario de vía y por eso nos dieron permiso de vivir aquí, pues cuando se desbaratan el rápido acude a repararlas. Si se quiebra un riel, durmientes, juntas, planchuelas o cuando se descarrila un tren él y sus compañeros lo levantan y lo echan a andar.
“En este sitio estamos nada más mi esposo, mi nieta y yo. El sustento nuestro es el trabajo de él y lo que alcance a obtener de mis gallinitas y mis borregos. Algunas veces nos los comemos y otras los vendemos para ganar un poco de dinero”, menciona.
Y A MUCHA HONRA
Esta mujer cuyos ojos claros denotan belleza, y las arrugas en su piel bronceada el peso del ajetreo de cada día, menciona no avergonzarse de permanecer en un desvencijado vagón de tren, sino que al contrario, se siente satisfecha y orgullosa.
No obstante, reconoce la diferencia entre ésta y su humilde casa que dejó hace mucho en Zacatecas, la cual soporta mejor el frío y también el calor.
Para bañarse esta familia construyó una ducha pegada a la estructura del furgón y emplea una fosa como letrina. El agua para todos los usos es acarreada en cubetas y cada quien se asea ayudado de una jícara.
“Se impone uno a vivir así, al principio sí fue difícil, pero ya después nos acostumbramos”, añade.
Sostiene que las carencias son compensadas por la sorprendente tranquilidad que se respira en su pequeño hogar, al que siguen manteniendo como pueden, ya que instalaron un pequeño aire acondicionado en una de las recámaras y una chimenea en la parte de en medio. El temblor de los vagones pasa ya inadvertido, insisten.
“Cuando caminan los trenes muy fuerte se cimbra algo, pero se adapta uno. El ferrocarril viene a veces en la noche y uno en el día, dos diarios.
“Y durante el frío nos arrimamos las cobijas y le echamos leña al horno. También se cocina ahí y hacemos las tortillas o las calentamos”, afirma.
Sin embargo, todos en este hogar de hierro coinciden en que no cualquier persona tiene en un carruaje ferroviario como morada y ellos lo disfrutan.
“Ya tenemos una vida hecha aquí y difícilmente vamos a regresar o a dejarla. Un día normal en el vagón es levantarnos temprano, acompañar a la niña a la escuela; le llevo su lonche, hago la comida, lo normal hasta que llega mi esposo.
“Sí en ocasiones siento las miradas de las personas que transitan por la calle de un lado. Yo creo les causa curiosidad y más con los animales que aquí tenemos, pero de que uno está bien fregado, pues si lo piensan, aunque teniendo salud ya vamos de ganancia. Aquí nadie nos molesta”, refiere.
CONTRASTES DE LA VIDA
Pero así como no hay quien inquiete a esta familia zacatecana que se acuesta y amanece mirando las gruesas paredes de lámina, tampoco hay quienes se molestan en ofrecerles alguna clase de ayuda.
Aceptan que no son vistos por los vecinos ni por el gobierno, mas eso no les preocupa.
“Aquí nadie nos apoya, ninguna autoridad, tal vez porque dependemos de Ferrocarriles. No, ni despensas ni nada, a lo mejor habrá gente que necesita más, pero a nosotros con que nos dejen tener a nuestros animalitos con eso basta, los huevitos de patio y los pollos”, expresa el patriarca.
Empero en la temporada pluvial los estragos del tiempo hacen su parte para estorbar un poco su despreocupada manera de subsistir.
“Tenemos un techo de madera para que no dé el frío tanto, pero más arriba está el fierro. Por desgracia en las lluvias se nos está goteando, nomás que le tapamos para remediarlo.
“En mi pequeño espacio tenemos de todo, nos las ingeniamos para acomodarnos. Tengo estufa, refri, mi comedor. Pero puedo decir que a pesar de todo se está aquí muy bien, algunas de las mamás de las amiguitas de mi nieta han venido y me dicen que les gusta este lugar”, comenta.
Por su parte, Ingrid arguye alegría de habitar con sus abuelos, pero también reconoce que algún día anhela tener una casa distinta: de material y ventanas de cristal.
“Sí me gusta vivir en este vagón, se me hace calientito, aunque en tiempo de calor también es muy caliente, pero tenemos un clima para refrescarnos. Sí batallamos con los mosquitos.
“¿Qué es lo que más me gusta de vivir aquí?, pues todo, los animales, convivo con ellos, con los borregos y las gallinas. Yo los cuido y los alimento”, asegura.
Por mientras Ingrid le pone empeño a su escuela para alcanzar sus sueños. Asiste al quinto grado en la primaria “Niños Héroes”, que se sitúa apenas cruzando la calle de su domicilio.
“Cuando regreso de las clases mi abuelita aquí me hace mis tortillas y cocina muy sabroso. Más tarde, en el vagón juego con mi Nintendo o mi columpio”, señala.
UN FURGON DEL “AÑO DEL CALDO”
Don Mario dice no saber de cuando data el furgón en el que indica, continuará viviendo con su familia hasta que Dios se lo permita y reciba su jubilación.
“La verdad ya es muy antiguo: tendrá unos 30 o 40 años que dejó de usarse, pero a lo mejor tiene unos 80 años o más que fue fabricado”, considera.
La altura es de seis metros, de largo 12 y tres metros de ancho. Reiteran que no es más caliente que una casa convencional, pues se perciben más los efectos de la temperatura.
“Para eso le hicimos dos compartimentos para dormir, se echó piso de cemento en una parte y nos ha funcionado muy bien, ¿qué más puede faltar?
“Mucha gente nos ha dicho que nota que estamos a gusto. Pasan con la curiosidad, aunque si tuviéramos la oportunidad de tener una casa permanente sí la agarraríamos, porque este lugar se ha ido deteriorando, por la polilla y el óxido.
“Hay veces que sí nos han afectado los insectos, o algunos roedores, pero de ninguna forma hemos estado en riesgo, nos ayuda que siempre tenemos limpio y fumigado”, manifiesta.
El entrevistado, quien labora desde hace 25 años para Kansas City Southern de México, agradece la oportunidad de no sólo poseer una casa vagón, sino también de mantenerse del autoconsumo, por lo cual no ha resentido la crisis del huevo.
“Tenemos una pequeña granja, nos alivianamos con eso para comer nosotros o si viene gente que quiera se los vendemos también.
“De alguna manera si algún día tendremos que irnos vamos a extrañar mucho, porque no en cualquier lugar se puede tener una gallina o un perro y aquí hay lugar para criar a los animales. Además el que vivamos en un vagón no significa que no podamos estar cómodos, es una sensación muy especial. Ya nos adaptamos”, finaliza.