
Daniel Constantino Marino Jr., quien es reconocido en la historia de los deportes como Dan Marino, jugaba para Delfines de Miami cuando fue derrotado en 1985 por los 49’s de San Francisco. Fue superado por la poderosa ofensiva de Joe Montana.
Pero su derrota se escribió desde que fue seleccionado colegial en 1983 y la prensa lo infló como un gran globo de aire que reventó precisamente el día del Super Tazón. En esa campaña de ensueño que lo llevó al juego de la postemporada, Marino se había convertido en una estrella de comerciales de automóviles, ropa interior y artículos deportivos.
Años después recordaría con amargura que no supo digerir la fama, que se desconcentró las semanas previas al juego decisivo y fracasó por su inexperiencia.
Marino supo que la televisión hace daño y, como confirmaría Florentina Kane, en la novela “La Hija Prodiga” (Jeffrey Archer), a través de ella se toman decisiones precipitadas e irremediables, que luego son objeto de lamentaciones colectivas.
La Selección Mexicana de futbol enfrenta ahora numerosos escollos cuando faltan días para enfrentar a Sudáfrica, el anfitrión de la Copa del Mundo 2010.
Pero parece ser que el compromiso en la cancha es el menos importante para los seleccionados y el seleccionador.
El entrenador mexicano Javier Aguirre se ve agónico cuando da entrevistas tan frecuentes a las dos televisoras que son sus otros amos. A través de la pantalla se ve que el Vasco no quiere hablar, pero se percibe obligado porque tiene qué alimentar al monstruo que necesita arrojarle noticias al público que lo retroalimenta.
Luego están los jugadores. Javier Hernández está siguiendo el camino ya apisonado por Dan Marino, una ruta que lo condujo al mayor de los descalabros en un momento decisivo. Pero creo que el “Chicharito” no sabe aún en qué está metido. Él solamente surfea en su momento de fama, arrullado por las ofertas comerciales que en este momento ya lo deben estar colocando como el deportista mexicano de 22 años que más ingresos ha obtenido en la historia.
En estricta realidad, Hernández es una costosa promesa y no ha hecho hasta ahora nada.
Igual que el “Chícharo” están los demás jugadores del Tri que se cotizan alto en la televisión. El ejemplo es el genial anuncio comercial de la panificadora que se coló en estos días en todas las casas y que ha posicionado el producto y a los jugadores en el gusto de la afición.
Pero toda esta explotación me ha provocado una mezcla de jaqueca y escepticismo.
Me da a pensar que ante el peligro de que México sea eliminado en la primera ronda, FIFA, Televisa, TV Azteca y la asamblea de dueños están ahorita echando a correr la maquinaria. El Mundial, después de todo, es un caro albur, una puesta jugosa de ganar-ganar. Pero la ganancia aumenta conforme el equipo avanza y los réditos son impresionantes y únicos, canjeables cada cuatro años.
Por eso veo con naturalidad y recelo la vorágine consumista que ha inundado las pantallas caseras. El frenesí patriótico va más allá al duelo del orgullo y todas esas huachaferías a las que apelan los empresarios para pedirnos que nos subamos al tren de la Selección Mexicana.
Por eso veo al “Chicharito” y no dejo de pensar en Marino.