
Lo primero que pasó por mi mente cuando me enteré de la caída de Facebook, Instagram y WhatsApp, fue una imagen de Homero Simpson recorriendo las calles de Springfield sonando una campaña y portando un letrero que dice: “el fin está cerca”.
De inmediato sonreí y mi imaginación comenzó a volar con imágenes mentales de caos, saqueos, anarquía y desmanes provocados por miles de personas desesperadas por no saber qué hacer en esos momentos que no podían subir historias, darle like a las fotos de sus amigos o compartir la más reciente cadenita de moda.
Fueron pasando las horas y el servicio no sólo no regresaba, sino que plataformas como TikTok también reportó problemas en sus servicios. El fin se veía más cerca y, la verdad, yo estaba sintiéndome optimista.
Para la tarde, cuando las cosas se “normalizaron”, finalmente pude entrar a mi muro y mi teléfono comenzó a vibrar con las notificaciones de mensajes nuevos… no puedo negar que me sentí decepcionado.
Debo de ser sincero, me hubiera encantado que este mega apagón hubiera durado más que unas horas. Si por mí fuera, uno o dos días hubiera sido un tiempo suficiente.
Como seguramente ya se dieron cuenta, no soy fanático de las redes sociales y si tengo cuentas es por la necesidad de mantenerme informado debido a mi trabajo en los medios de comunicación.
Facebook lo uso poco, si publico algo es para compartir estas colaboraciones en Hora Cero, apoyar algún proyecto de un amigo, poner alguna canción que me llame la atención o un meme de ésos jodones.
De hecho, donde más interacción tengo es en un par de grupos privados de aficionados al whisky donde, debo decirlo, me divierto mucho, pues he encontrado a personas con intereses similares a los míos.
Me da mucho orgullo decir que solo tengo 180 amigos en el feis. Quizás la cifra no es tan pequeña, pero sí es infinitamente menor a la de muchos que conozco y quienes presumen tener miles.
Mi regla, desde hace años, es solamente tener en esta lista a personas que conozco en persona y con las que sostengo alguna relación.
Además, debo reconocer, es perversamente placentero rechazar la solicitud de amistad de alguien que no cumple con
este criterio, un gusto que puedo darme casi todos los días.
Quienes me conocen saben que si hay algo que me pone de malas es escribir mensajitos en los pequeños y estúpidos teclados virtuales de los teléfonos, así que sí, WhatsApp y Messenger son dos males necesarios que tengo que soportar exclusivamente por motivos laborales.
En lo personal si quiero tener contacto con una persona le llamo y escucho su voz, platico, interactúo de una forma que nunca se va a conseguir por medio de mensajitos escritos.
De Instagram y Twitter ¿qué puedo decir? Los tengo, a veces subo alguna fotografía o comentario mamucas pero en términos generales soy un fantasma en estas aplicaciones.
Tomando en cuenta todo lo anterior, pueden entender por qué, durante las horas que estuvieron caídas las redes sociales de don Zuckerberg, fui feliz.
Pude avanzar en mi trabajo sin tener que estar atendiendo mensajitos, notificaciones, la tentación de ver qué es lo más reciente que se había publicado en las redes.
Me quedó claro que el mundo puede sobrevivir sin WhatsApp y Messenger, tomando en cuenta que en la actualidad tenemos a nuestra disposición vías de comunicación como teléfonos celulares y correos electrónicos.
Por unas horas disfruté de sobremanera el maravilloso silencio de no tener redes sociales y Dios, vaya que fue placentero.
Sin embargo, acepto que las redes -ese drenaje de la sociedad donde es muy fácil destruir a tu semejante con la impunidad que te da el anonimato-, son algo que no va a poder desaparecer. Es una droga a la que nuestra sociedad está demasiado adicta.
Quizás lo bueno que salió de todo esto es que me pude dar cuenta que, en un escenario apocalíptico de una tormenta solar, un ataque con un pulso electromagnético o cualquier otra posibilidad real que pueda dejarnos sin redes sociales o Internet, yo seré uno de los que no entrará en pánico.
Antes de irme les cuento que cada día en el camino de regreso a mi casa, me topó con una pinta en una barda que dice: “yo era más humano antes del Internet”.
No puedo estar más de acuerdo.