No sabía nadar, y aún así Óscar Vázquez Hernández se subió al bulldozer en su intento por rescatar de las furiosas aguas del río Santa Catarina a los pasajeros de los autobuses la madrugada del 17 de septiembre de 1988.
Por: Héctor Hugo Jiménez y Gerardo Ramos Minor
La historia de Óscar Vázquez Hernández ha estado tan sepultada como sus restos en una tumba que año con año visitan sus familiares. No hay rastro de quién fue como persona ni de sus últimas horas con vida; no hay una línea escrita en periódicos de la época, ni en videotecas de las televisoras. Tampoco en libros que se han escrito de los hechos. Entregó su vida… y el pago fue el olvido.
Óscar murió y a su sepelio llegaron ofrendas florales; se escuchó el ulular de las sirenas; los ríos de gente se desbordaron ante cuatro féretros y sobraron condolencias de familiares, amigos y autoridades; una o dos esquelas aparecieron publicadas con su nombre completo, pero las crónicas periodísticas apenas y narran sus últimos minutos aferrado a la vida esa negra madrugada de septiembre.
Con la luz del día se había despedido de María, su madre. Antes entraba y salía de su casa con ganas de no irse. Era uno de esos días en que llovía como pocas veces. Dos horas antes de ser devorado por el furioso río, comió pastel y habló por última vez con su esposa Alma Leticia sin imaginar que lo peor estaba por suceder, y él iba a ser uno de los protagonistas, olvidado treinta años después.
Aguas adentro del litoral del Golfo de México -a 300 kilómetros- vientos huracanados y lluvias torrenciales acechaban a una población de tres millones la noche del 16 de septiembre de 1988, y la madrugada del 17.
Sin imaginar la pesadilla que iban a vivir, los residentes de la capital de Nuevo León festejaron jubilosos el Grito de la Independencia pasados por agua y se fueron a dormir.
Pero Óscar, de 23 años, no lo hizo. Su trabajo lo llevó a intentar salvar a pasajeros de autobuses atorados en las furiosas aguas de río Santa Catarina que parte en dos la zona metropolitana de Monterrey, y que había despertado la noche del huracán “Gilberto”. No sabía nadar y murió en el intento.
ÓSCAR
Nació casi en la Navidad de 1964 y fue el menor de diez hermanos de una familia modesta; creció en las faldas de un cerro de un barrio popular como muchos de la zona metropolitana. Su papá Gustavo y uno de sus hermanos, Rolando, eran policías judiciales. Su abuelo fue un orgulloso policía rural. Y un día, cuando apenas tenía 16 años, él decidió seguir sus pasos.
Su interés por ingresar a la Policía tomó por sorpresa a la familia porque desde niño Óscar, era callado y se guardaba para sí mismo sus planes y pensamientos.
Apenas escuchó las intenciones de su hijo, doña María se rehusó de inmediato. Según ella no tenía el carácter para ese ambiente y “se lo iban a comer vivo”. Esas palabras aún están grabadas en la mente de Rolando, uno de su hermanos.
Todos en la familia se oponían a la inquietud de Óscar. Rolando, uno de los que mejor lo conoció como hermano, persona y como policía, lo recuerda como muy introvertido y apartado.
Pero el adolescente estaba decidido. Intentó terminar una carrera técnica relacionada con las computadoras, pero no pudo; sus sueños estaban fijos en pertenecer a la Policía Judicial de Nuevo León.
Para su hermana María Teresa, a diferencia de muchos jóvenes como él, Óscar no quería traer una placa y una pistola de cargo para sentirse poderoso o para hacerse de dinero fácil, su verdadera motivación era ayudar a los demás.
Cuando se dieron cuenta que no había forma de hacer cambiar sus planes, padre y hermano pudieron acomodarlo en la Policía en un modesto cargo administrativo. Tiempo después acreditó unos cursos internos para llegar a ser un agente.
Poco a poco el novel policía comenzó a llamar la atención de sus compañeros por logros obtenidos durante su paso en el grupo de Robos y por su voluntad de participar en todo operativo que pudiera.
A treinta años de distancia, Manuel González, ex agente judicial, aún lo recuerda como uno de los primeros que levantaban la mano como voluntario para entrar en acción.
En su memoria está el muchacho nuevo, el casi cadete imperativo, activo y servicial. Era del grupo de la Guardia del comandante Jorge Flores. Si se ofrecía algo, era de los primeros en estar listo dentro de la patrulla aún sin escuchar la orden.
Su entusiasmo llamó la atención de sus superiores y, por ello, el encargado del grupo de Homicidios decidió llamarlo para ingresar a sus filas.
Un par de fotografías de la época muestran al agente: esbelto, vistiendo una chamarra deportiva y jeans de mezclilla. Podría pasar por cualquier joven de la época con su bigote arreglado y cabello a la moda, pero con un fusil automático en su mano izquierda.
En otra de las fotos Oscar aparece con dos compañeros, uno de los cuales sostiene una subametralladora Uzi. En la imagen mira directamente a la cámara con un gesto adusto. Una de sus manos sostiene la metralleta y la otra está en el bolsillo de su chamarra.
Sus compañeros lo recuerdan como un policía que pocas veces aparecía en los periódicos. No era lo suyo. Usaba lentes oscuros para ocultar su nula expresión; era una excepción, al contrario de los de mayor antigüedad en la corporación, más protagónicos.
Creía en la honestidad en ese ambiente tan denso, y siempre se alejó de los viejos vicios que dieron mala fama a la entonces Policía Judicial, no exclusiva de Nuevo León. Era igual en todo el país.
Para Alma Leticia, su esposa, Óscar era un ángel. No pronunciaba malas palabras, no tomaba ni fumaba: “Era bien derecho”.
Desde que empezó en la Policía era un misterio por qué siempre que doña María iba al supermercado Óscar le pedía bolsas de dulces y las subía al vehículo oficial que manejaba.
Después de su sepelio una vecina tocó a la puerta de la familia y contó que Óscar llegaba a regalar las golosinas a niños y jóvenes que se reunían en las calles; les pedía que estudiaran, que se alejaran de los vicios y que fueran hombres de bien.
Quizá doña María sabía para qué eran esos dulces que le encargaba el menor de sus diez hijos, pero para el resto de los hermanos fue una sorpresa. María Teresa, la mayor de las únicas dos mujeres, se enteró de esa faceta desconocida de Óscar una vez fallecido.
Se iba en la patrulla a entregar dulces a los niños y decirle a las mamás que estuvieran tranquilas, que si necesitaban algo que le llamaran, y que si sus hijos andaban en malos pasos se lo hicieran saber.
Sus deseos por trascender llevaron a Óscar a fijarse una nueva meta: convertirse en un agente “Cobra”, como se le conocía a los integrantes de un grupo especial de la Policía Judicial creado por el entonces director de la corporación, Hernán Guajardo Garza.
Instituido unos meses antes del Campeonato Mundial de Futbol México 1986, este grupo tuvo como primera misión proteger a las personalidades e infraestructura mundialista en Monterrey.
Concluida la competencia, el agrupamiento se convirtió en una unidad de rescate urbano, de montaña y acuático. Oficialmente, el nombre supone la abreviatura de Comando Burocrático de Rescate Acuático, sin embargo, todos en la corporación sabían que, en realidad, el mote fue por el gusto de un jefe policiaco por una película del mismo nombre protagonizada por Sylvester Stallone.
Para Raúl Vargas, uno de los “Cobras” que aún sobreviven, no cualquier agente podía pertenecer a esta agrupación élite. Primero era necesario cumplir con un férreo entrenamiento.
Cada elemento debía especializarse en un área. La mayoría eran paramédicos, tenían el mismo entrenamiento de los Bomberos y la Cruz Roja. Todo era para darle servicio a la comunidad en aquellos tiempos cuando no había Protección Civil.
Manuel González, también sobreviviente del grupo, se especializó en buceo. Y otros fracasaron en el intento. Todos querían serlo, pero no todos podían lograrlo.
Poco a poco el grupo “Cobra” se convirtió en el orgullo del entonces director; no escatimaba en gastos para equipar a sus elementos que daban los resultados exigidos.
Cada año los “Cobras” que aún sobreviven se reúnen alrededor de una cruz, cerca del arroyo El Capitán, en San Pedro. Muy pocos saben que la estructura fue erigida para recordar a los que murieron la noche del 16 de septiembre de 1988.
Es ahí cuando llegan los recuerdos: estuvieron en el arroyo La Chueca y en el río San Juan en rescates sin registro. En ese tiempo no pensaban en tomar fotografías porque iban a salvar a la persona, no a posar frente a una cámara.
En ocasiones especiales presumían su entrenamiento en exhibiciones públicas. Una de ellas descendiendo de un helicóptero usando solamente una cuerda, o bajando a rápel del Condominio Acero a la Plaza Zaragoza, frente a la presidencia municipal de Monterrey.
MARTÍN
Martín González en ese entonces era el operador de radio de la Policía Judicial y todavía tiene grabado en su memoria el respeto y la admiración que existía hacia los “Cobras”.
La tarde del 17 de septiembre de 2018 Martín llegó al altar junto al río Santa Catarina en la silla de ruedas que lo acompaña desde que era niño a causa de poliomielitis.
Su padre era policía municipal de Santa Catarina, donde “Gilberto” se tragó viviendas irregulares treinta años atrás, y siempre le dijo que iba a ser como él cuando fuera grande.
Creció en la Colonia Terminal de Monterrey, ni cerca ni lejos del edificio donde se encontraba la Policía Judicial en avenida Venustiano Carranza.
Un día se armó de valor y dejó los complejos de estar atado a una silla de ruedas. Salió de su casa, llegó a la banqueta y superó todos sus miedos para desafiar rodando las calles transitadas de la ciudad.
Primero cruzó la avenida Colón, tan ancha como su pecho que guardaba su corazón y latía a mayor velocidad. No era un día cualquiera. Empujando solo su silla de ruedas, Martín llegó hasta la esquina de Venustiano Carranza para enfrentar otro desafío: cruzar la transitada avenida Madero. Y pudo lograrlo. Tenía 19 años cuando recibió su primer oportunidad como policía auxiliando en las comunicaciones radiales.
Sentado frente a una taza de café los recuerdos se agolpan en la mente del expolicía. Cuando se le pide que mencione su primer recuerdo de la noche cuando el “Gilberto” azotó la capital de Nuevo León no duda, un nombre surge de inmediato.
Martín casi no ha tocado su café, es como si al beberlo los recuerdos pudieran escaparse, por ello, con la bebida enfriándose en la mesa, inicia su relato con un hecho conocido para todos los que pasaron por la Policía Judicial de Nuevo León: nadie concentraba la admiración que existía hacia el Grupo “Cobra” como su líder indiscutible, el comandante César Cortés, mejor conocido como “El Campeón”.
Pocos como él para personificar lo que la agrupación “Cobra” representaba. Llegaba a trabajar con botas de motociclista -decía que le ayudaban en los rescates- y se transportaba en un Jeep color verde habilitado como patrulla.
Sus agentes lo idolatraban, no obstante, tal como Óscar le contó a su familia, los sometía a un brutal entrenamiento.
Aún así el joven agente no ocultaba el orgullo de ser un “Cobra”. Sus antiguas tarjetas de presentación, que hoy son como una reliquia familiar, muestran el logotipo del grupo: una estilizada serpiente sobre la silueta de un helicóptero de combate.
Hoy, sólo el nombre de “El Campeón” aparece cuando alguien quiere recordar a los llamados héroes del huracán “Gilberto”, quienes ofrecieron su vida intentando salvar a un grupo de personas atrapados en la torrente del río Santa Catarina.
El recuerdo de Óscar prevalece únicamente en la memoria de quienes lo conocieron.
ALMA LETICIA
Alma Leticia era apenas una niña cuando llegó a Monterrey procedente de su natal Ocampo, un pequeño municipio tamaulipeco vecino de San Luis Potosí.
El cambio no fue sencillo para ella. Extrañaba despertar bajo el resguardo de los verdes bosques de la Sierra Madre Occidental y bañarse en las frescas aguas del río Canoas. En cambio, estaba en las faldas del Cerro de la Silla, rodeada de construcciones de concreto que le provocaban nostalgia.
Encontrar una amistad no era sencillo, por eso apreciaba tanto el cariño que encontró en los Vázquez Hernández, especialmente con María Teresa, una de las dos niñas de la casa.
Para Alma Leticia las reuniones con sus amigos, cantando canciones acompañados por una mandolina, se convirtieron en recuerdos imborrables.
Nunca se imaginó que durante esas tardes apacibles de coplas y risas, Óscar, el menor de los Vázquez Hernández, la admiraba en secreto, maravillado por su voz y por su negro cabello ondulado.
Un amor en secreto estaba floreciendo y la joven de 17 años no pudo permanecer indiferente a la admiración del tímido adolescente. Él se desvivía en detalles hacia ella buscando conseguir su aprobación.
Parco como era, sabía encontrar el detalle perfecto para ganarse el corazón de su amada, desde retratos a lápiz, hasta rústicos poemas que lograba componer donde no imaginaba una vida sin Alma Leticia.
“Eres para mi como un cielo inalcanzable, pero llegaré a ti, no me quemaré en el infierno”, prometía el joven enamorado en un viejo pedazo de papel que hoy descansa en las páginas del álbum de recuerdos que Alma Leticia aún guarda y venera dentro de un cajón.
Una tarde, Óscar se armó de valor. La invitó a pasear a un parque cercano y ahí, sentados en una banca, le pidió que fuera su novia.
Los segundos que Alma Leticia tardó en dar el sí fueron eternos para Óscar. Él no dejaba de temblar imaginándose surcando negros mares de dolor eterno si ella lo rechazara.
El suplicio duró poco. La semilla del amor había germinado en la joven, quien aceptó iniciar un noviazgo de cinco años donde la devoción de Óscar era infinita.
En casa del agente judicial se sorprendían al ver que todos los días, apenas se levantaba de la cama, buscaba una dirección en el horizonte, se hincaba y comenzaba a orar, pidiendo a Dios que cuidara a su novia.
Cuando estaban juntos el mundo parecía desaparecer para Óscar, no tenía ojos para ninguna mujer y siempre se lo hacía saber.
Pero la promesa que más se quedó marcada en la mente de Alma Leticia fue la que recibió una tarde perfecta, tras un paseo. “Siempre voy a estar contigo, nunca te abandonaré”.
Hoy, a 30 años de que las furiosas aguas del río Santa Catarina le robaran a su primer novio y que construyó una nueva vida al lado de su esposo y dos hijos; sabe que Óscar no faltó a su palabra y es fecha que siente que un ángel la sigue protegiendo.
Con un dolor que no se ha ido, Alma Leticia recuerda que fue a las once de la noche del viernes 16 de septiembre cuando escuchó por última vez la voz de su Óscar.
Se habían casado por las leyes civiles mexicanas unos meses atrás, pero cada quien vivía por su lado. Y sería hasta diciembre de 1988 cuando la iglesia católica los haría juntarse bajo el mismo techo y tener hijos. No antes.
En esos días todo era optimismo, amaneceres felices con la posibilidad de formar una familia en una casa que Óscar había recibido muy lejos de las faldas de los cerros que lo vieron nacer.
Pero el huracán “Gilberto” no solo empezó a oscurecer la noche, sino también sus planes.
Una lágrima comienza a correr por la mejilla de Alma Leticia cuando recuerda aquella llamada telefónica en la que su esposo le ordenó que abandonara la casa de su madre.
Sin embargo la joven no atendió la orden. Sintió miedo pues la lluvia estaba arreciando, así que tras una breve oración en la que encomendó a Dios a su marido, se fue a dormir.
Nunca, ni en sus peores pesadillas, iba a imaginarse lo amargo que iba a ser despertar la mañana siguiente.
CARLOS
David Casas Sauceda debió de morir la madrugada del 17 de septiembre. Y Óscar haría todo el esfuerzo por rescatarlo. Pero horas antes no subió a uno de los autobuses con destino a Torreón.
El periodista celebra dos veces su cumpleaños: el 10 de septiembre, cuando su madre dio a luz en un hospital de Monterrey, y el 16 de ese mismo mes, el aniversario de la noche cuando la casualidad salvó su vida.
Carlos Torres, amigo de noches de bohemia de David, sí abordó la unidad que los llevaría a ver a Aurelio Mora “El Yeyo”, un joven torero originario de la Comarca Lagunera que empezaba a sobresalir y con gran futuro.
El domingo 17 de septiembre en la Plaza de Toros de Torreón, “El Yeyo” tendría una tarde especial porque se presentaría ante su gente. Y Carlos y David no podían perderse este evento.
Carlos nunca llegó a su destino. El Santa Catarina devoró su cuerpo junto con los demás pasajeros de los autobuses. David, en cambio, escribió sobre las últimas horas de su amigo que había llegado a Monterrey de su natal Torreón a probar suerte. Ambos compartían dos pasiones: el periodismo y los toros.
Carlos era de esos reporteros que cada vez se veían menos. Llegó a ser jefe de información del periódico Tribuna de Monterrey y trabajó en la redacción de El Nacional.
El gusto por la fiesta brava los unió en una sincera amistad. Acudían juntos a novilladas y corridas de toros donde hubiera un buen cartel; y fueron incontables las noches donde la plática fluía hasta que el sol se asomaba por el horizonte.
Con semanas de anticipación hicieron planes para la corrida en Torreón y trazaron el itinerario.
Como ambos tenían que trabajar, decidieron que la mejor manera de llegar a la Comarca Lagunera era viajar toda la noche, así que compraron los boletos de ida partiendo de la vieja Central de Autobuses de Avenida Colón.
Y llegó el 16 de septiembre. Monterrey comenzaba a ser golpeado por los remanentes del “Gilberto”. Los bancos de nubes se estacionaron en ambos lados de la Sierra Madre Oriental y descargaban furiosos una cantidad de agua pocas veces vista.
Para los periodistas era una noche más. Fieles a su costumbre quedaron de verse en un bar ubicado sobre la calle Washington, a unos metros del Palacio de Gobierno, donde al calor de unas copas afinarían detalles del viaje. Además, David quería celebrar pues, pensaba en ese entonces, la muerte lo había perdonado en un incidente vial.
A ellos se unió Leonardo Zavala “El Pájaro”, otro reportero aficionado a los toros. Se había enterado que sus amigos viajarían a Torreón y decidió ser el tercer pasajero.
No pasaron ni dos rondas cuando el plan ya estaba listo: Carlos y Leonardo irían a la oficina de David donde lo esperarían, recogerían los boletos de la corrida y juntos se trasladarían a la Central de Autobuses.
El aguacero no daba tregua y David tomó un taxi para su casa ya que horas antes un camión había dejado en calidad de chatarra su camioneta. Besaría a su esposa, recogería algo de ropa y alcanzaría a sus colegas en la estación. Se había despedido de ellos en el bar, sin saber que sería la última vez que los vería con vida.
En su casa recibió una llamada telefónica que cambió sus planes. Que salvó su vida. David era el corresponsal de El Universal en Nuevo León.
Uno de sus jefes en la Ciudad de México le ordenó: “No te muevas, queremos toda la información del huracán”.
Resignado se puso a trabajar; recabó y confirmó datos; habló con sus fuentes y envió unas líneas que escribió en el teclado de su ruidosa máquina. Había pocos estragos por las lluvias y, como el resto de Nuevo León, se fue a dormir.
Pero el domingo 17 empezó una pesadilla difícil de olvidar a treinta años de los hechos. Un dolor que tardó en superar.
Esa mañana, una llamada telefónica lo despertó. Era “Panchita”, entonces esposa de Carlos. Desesperada, le preguntó si sabía dónde estaba su marido.
David comenzó a preocuparse; se empezó a enterar de los estragos del huracán en la zona metropolitana y cómo la crecida del río Santa Catarina se había llevado a varios camiones de pasajeros. Estaba seguro que Carlos y Leonardo habían llegado a Torreón para la corrida de toros, y que el autobús donde viajaron había superado la tormenta.
“¿Por qué dejó ir a Carlos?”, le preguntaba una y otra vez “Panchita”. Ella sabía que la noticia se iba a confirmar con el transcurrir de las horas: su esposo iba en uno de los autobuses arrastrados por la corriente.
Mientras indagaba, David supo que también a él lo daban por muerto. Leonardo había tomado su lugar en el camión.
Devastado, el periodista se unió a la familia de su amigo en la triste peregrinación por la morgue y en las riberas del río buscando el cuerpo. Días donde los familiares de los desaparecidos escarbaban hasta con las uñas para hallar a los suyos.
Pasaron varios días hasta que las autoridades entregaron unos restos que, aseguraron, era de Carlos. Su rostro estaba irreconocible y la única identificación que tenían era un anillo. Es fecha que la sombra de la duda ronda sobre ellos.
— ¿Habremos enterrado a Carlos?—, se preguntan.
Los familiares de Leonardo no tuvieron la misma suerte. A treinta años del “Gilberto”, sobre otras víctimas no se supo nada. El Santa Catarina fue su tumba.
David perdió a sus amigos y cada 16 se septiembre la tristeza lo acompaña. Como la duda sobre qué hubiera pasado si esa noche, cediendo a su pasión por la tauromaquia, no hubiera levantado el teléfono y atendido la orden de sus jefes.
Cuando a su mente regresan esas horas y días de angustia, un escalofrío recorre su cuerpo. Sabe que está vivo de milagro. Que esa noche la muerte tendría que esperar su turno. Y por ese milagro, la pequeña hija Antonia Lizeth Casas, de cinco años, creció con la compañía de su padre.
‘GILBERTO’
“Gilberto” era un caprichoso monstruo de viento y agua. Al igual que muchos como él, enfureció en las cálidas aguas del Golfo de México que recorrió veloz en una ruta de destrucción y lo llevó a cruzar el sureste de Estados Unidos.
Todos esperaban que tras chocar con tierra firme la bestia se disipara, pero no, a paso lento y errático avanzó a México, amenazando las costas de Tamaulipas donde esperaban lo peor.
“Gilberto” decidió que no quería conocer Matamoros, Reynosa y la frontera norte de México, que mejor iba a estacionarse en la montañas de Nuevo León. Ahí nadie lo esperaba.
Óscar descansaba ese viernes 16 de septiembre. A las siete de la tarde fue a visitar a su esposa en un sector lejano a la colonia Lomas de Tolteca del municipio de Guadalupe.
Fue entonces cuando recibió una llamada que convocaba a todos los “Cobras” a concentrarse en las instalaciones de la Policía Judicial; había que estar alerta en la sorpresiva llegada del huracán.
No todos llegaron, algunos decidieron ignorar el llamado y se quedaron en sus casas secos y bajo techo. Treinta años después hay quienes siguen lamentando esa decisión.
Entre los que sí llegaron estaban Juan Antonio Villarreal Ferrer, Martín González, Mario Javier Ríos Zamora, Miguel Juan Manzano de la Cruz, “El Campeón” y, como siempre, el novato Óscar.
Ese día era el cumpleaños de Manzano así que, apenas tuvieron una oportunidad, los rudos policías se escaparon a la casa de su compañero para cantarle “las mañanitas”, comer pastel y beber refresco. Eran como unos niños felices.
Para la medianoche la lluvia caía feroz en la capital de Nuevo León, se necesitaba estar loco para salir a la calle en esas condiciones y pocos se dieron cuenta de que el río Santa Catarina, que parte en dos la zona metropolitana, se había convertido en un salvaje cauce negro.
Intrépido, como siempre lo fue, “El Campeón” se fue a cenar a una taquería cercana donde se encontró con los periodistas Agustín Lozano, del Extra de la Tarde, y Santiago González, de Televisa, a quien por una sanción disciplinaria le tocó trabajar esa noche.
Una llamada urgente al radio del Jeep de “El Campeón” concluyó de golpe con la plática y la cena; urgía la presencia de los “Cobras” en el lecho del río Santa Catarina pues había que ejecutar un rescate.
Todos se dirigieron al llamado vado de Santa Bárbara, en el municipio de San Pedro, donde por el fatal error de unos agentes de Tránsito varios camiones de pasajeros quedaron atrapados en la creciente del río.
Juan Antonio Villarreal, compadre y mano derecha de “El Campeón” ya estaba en el lugar esperando instrucciones para ver cómo iban a intentar rescatar a las personas que permanecían dentro de los autobuses, mientras poco a poco el agua iba subiendo de nivel.
Reunidos los “Cobras”, intentaron de todo para llegar a la gente pero nada parecía funcionar. Nadar o remar hacia los autobuses era imposible por la fuerza de la corriente.
Fue entonces cuando un empresario ofreció un bulldozer con el que, estaba seguro, iban a poder llegar hasta los camiones.
Tras algunas penurias -la máquina no tenía combustible ni batería- el bulldozer llegó al vado. Entre los “Cobras” sobraron los voluntarios que se ofrecieron a subir al armatoste y acercarse a los camiones.
Mario, Miguel, “El Campeón” y Óscar -quien no sabía nadar- treparon al bulldozer junto con el operador Enrique Colis Escareño. Juan Antonio Villarreal intentó seguirlos, pero su jefe y amigo se lo impidió. “Cuídame el Jeep, al rato te invitó a almorzar al Vip’s”, fue lo último que le dijo.
Unos metros más adelante Santiago González y su camarógrafo grababan el intento de rescate. Ambos vieron cómo lentamente la máquina bajó al vado, avanzó unos metros y, de repente, se detuvo.
En sus prisas por intentar salvar la vida de quienes estaban atrapados en los autobuses, nadie reparó que el suelo mojado de las riberas del río Santa Catarina no iba a soportar las 20 toneladas de acero de la máquina que poco a poco se fue hundiendo.
Gritos, desesperación, prisas, llamados de auxilio, todo sigue resonando en las mentes del reportero y el policía que, impotentes, veían cómo el operador del bulldozer intentaba hacerlo arrancar de nuevo.
Mientras tanto, metros más adelante, algunos de los pasajeros de los autobuses permanecían en el techo de las unidades y, otros, ondeaban pañuelos desde el interior intentando llamar la atención de quienes querían salvarlos. Las imágenes, que aún estremece verlas, quedaron inmortalizadas en un video que casi se pierde en los archivos de Televisa.
La muerte llegó montada en una enorme ola negra que en un segundo se tragó los camiones, sus pasajeros, el bulldozer y sus tripulantes. Así, de repente, sin advertencias, con un estruendo que apenas duró un segundo y fue suficiente para reclamar la vida de decenas de personas.
Cuando recuerda la escena, Juan Antonio Villarreal llora como sólo lo puede hacer un veterano policía que vio morir a su mejor amigo.
Tras el golpe de la ola asesina los altos mandos de la Policía Judicial ordenaran un nuevo intento de rescate, pero ya era muy tarde. De nada sirvió que agentes allanaran ferreterías, rompieran candados, tumbaran puertas a patadas para poder acceder a una mayor dotación de cuerdas, cadenas, palas y picos. La muerte se había instalado en el vado de Santa Bárbara.
La luz del día mostró el horror de lo que había pasado. Uno de los camiones estaba con las llantas hacia arriba, a unos metros del pesado bulldozer donde aún se encontraba el cuerpo de uno de los judiciales. Se había amarrado con una cuerda a la estructura de la máquina.
“El Campeón” apareció metros adelante, atorado en un poste con el cuerpo destrozado.
Por su parte, Óscar estaba en Guadalupe, a 16 kilómetros de donde sus compañeros lo vieron con vida por última vez. Su rostro estaba intacto, tanto así que sus familiares anhelaron que en cualquier momento se levantara de la plancha de la morgue y les dijera que solo estaba dormido.
Esa mañana, cuando escuchó el nombre de Óscar entre los muertos, Alma Leticia primero creyó que no era él; cuando lo confirmó salió corriendo de su casa y se tiró en la calle para llorar. No quiso ir a identificarlo porque sabía que
no iba a soportarlo.
Durante meses vivió con depresión hasta que un día, asegura, el espíritu de Óscar le pidió que le diera vuelta a la hoja. Fue entonces cuando la joven viuda se dio permiso de reiniciar su vida.
El dolor era tan grande que apostó por la distancia. Donó la pensión vitalicia de su marido fallecido a quien fue su suegra, olvidó los trámites de la casa de interés social que su esposo había recibido, y dejó de frecuentar a sus cuñados, los Vázquez Hernández.
Los homenajes oficiales dejaron de realizarse. El monumento que se levantó para recordar a las víctimas luce abandonado. Y la placa con los nombres que fue colocada en el antiguo edificio de la Policía Judicial también desapareció.
Transcurrieron exactas tres décadas. El 17 de septiembre de 2018 ninguna autoridad localizó a los familiares de los cuatro héroes del “Gilberto” para cobijarlos de nuevo con el pésame, y tampoco se montó una guardia para honrar a los cuatro héroes.
Óscar sigue vivo gracias a sus hermanos que año con año visitan la tumba del más pequeño para recordar su memoria, y llorar su ausencia. Y por ellos el sacrificio del joven policía no se ha perdido… en la niebla del pasado.
En solitario familiares
recuerdan a víctimas
Por Gerardo Ramos Minor
Solos, sin algún representante del Poder Ejecutivo, Legislativo o Judicial del Estado de Nuevo León, familiares de víctimas del huracán “Gilberto” realizaron una guardia de honor en el lugar donde fallecieron sus seres queridos.
Los familiares, quienes decidieron realizar este homenaje pues ninguna autoridad los convocó a recordar a las víctimas por la crecida del río Santa Catarina, permanecieron de las 22:00 a las 23:00 horas del 16 de septiembre en el lugar donde se encontraba el vado de Santa Bárbara, donde hace 30 años quedaron atrapados cuatro autobuses que viajaban con dirección a Saltillo.
En el sitio colocaron una ofrenda floral en memoria de sus familiares y montaron una guardia de honor a las víctimas.
Aunque se cumplieron 30 años de una de las más grandes tragedias en la historia de Nuevo León, ninguna autoridad decidió recordar a los fallecidos esta noche del 16 de septiembre cuando empezó la tragedia.
Es por ello que los familiares decidieron adquirir con sus propios recursos la ofrenda floral y colocarla en el lugar donde se atraparon los autobuses y se encontraban los cuerpos de auxilio intentado realizar el rescate, incluyendo a los policías judiciales del Grupo Cobra que perdieron la vida cumpliendo con su deber.
Según las crónicas periodísticas y versiones de testigos y sobrevivientes, cerca de las 10:30 de la noche del 16 de septiembre de 1988 cuatro unidades de pasajeros se quedaron atorados en el vado Santa Bárbara y horas después desaparecieron junto a los pasajeros con la crecida del río.
Material gráfico: Familia Vázquez Hernández, Multimedios, Canal 28, Andrea Jiménez, David Galaviz.