A lo largo de los años hemos visto legiones de fanáticos que hacen pública profesión de los colores de un equipo. Su adoración a la franquicia es como la que los católicos le dan a los santos del calendario. Hay una devoción que confirma una fidelidad a la marca que mucho le agrada a los directivos, presidentes y, en general, a los propietarios de los clubes.
Existen reclamos airados pero, mientras el aficionado siga comprando el producto, sus reclamos serán eternamente escuchados, debatidos y respondisos.
Hay aficionados de todas testituras en sus expresiones. La semana pasada vi en televisión gritos airados de seguidores de a la Cruz Azul, en el futbol mexicano, que le reclamaban al entrenador y a los jugadores su falta de entrega, su indisposición para ganar.
Hace poco, en el norte de México, hubo también demandas enconadas de fanáticos que pedían que la directiva de Rayados se comportara a la altura, que demostrara su amor por el equipo y entregara resultados buenos, y no ajustes permanentes en un club que constantemente enferma de catarro y parece que nunca se haya saludable del todo.
En Argentina me tocó ver decenas de veces manifestaciones por la calle de hordas de fans que avanzaban en bloque para ir al estadio. En una de esas me mezclé con la hinchada del Racing de Avellaneda para andar hacia el estadio Juan Domingo Perón, en Buenos Aires, escoltado por carabineros.
¿Qué mueve a los aficionados a manifestarse con vehemencia? Independientemente de los motivos, reconozco que hay una tremenda y a veces terrible ingenuidad de quienes agitan sus banderas por la calle y corean nombres para bien o para mal de su club y el rival en turno. Lo entiendo perfectamente en un fan adolescente, un niño, que se ilusiona y no tiene más quehacer en el mundo que fantasear y ser feliz, claro, después de entregar buenas notas de la escuela, que es la obligación primera del chaval.
Pero, ¿en un adulto? A veces resulta doloroso ver cómo se desgañitan algunos vejestorios por el puro gusto o coraje que sienten por su equipo. Los sociólogos reconocen que para miles de personas, el futbol es lo único. Llevan pesadas cargas de trabajo durante toda la semana y el sábado y el domingo se concentran en emocionarse con el partido correspondiente a la jornada. Van al estadio o ven el juego en casa, se equipan con algunos frascos de cerveza y se emborrachan de futbol y de cebada. Hasta ahí todo está maravilloso.
Pero muchos de ellos ni siquiera obtienen la satisfacción única que buscan en el equipo, que les falla, y se frustran. Desconocen que en el futbol nadie gana siempre, aunque, en el absurdo, compran abono esperando que en ese juego que presencian, el equipo dé el campanazo.
¿Qué le falta a un aficionado adulto que se manifiesta? Nadie lo censura, porque es socialmente aceptado que en un evento de futbol y en las zonas aledañas a un partido, un hombre grite y se comporte como un fanático poseído por el membrete. Pero llama la atención que concentre su energía en buscar un desfogue para alentar al equipo.
Llama más la atención el que se pronuncia para reprocharlo. Me pregunto si ese valioso tiempo extracancha no podría emplearlo en otro pasatiempo. Supongo que el juego en sí, los 90 minutos, cumplen, para él, la función social de un esparcimiento, un noble espectáculo deportivo del que se puede salir de él con un determinado estado de ánimo.
Y cada quién continúa con su vida.
Pero que un hombre mayor vaya por la calle con un estandarte, pidiendo el cambio de directivos, jugadores, técnicos, mueve a pensar cuáles son las dinámicas de vida diarias de alguien que necesita hacer berrinches para completar su existencia.
Aunque, a fin de cuentas, cada quien su vida y sus pasiones.
