
La más conocida agresión que involucra a un futbolista es la de Eric Cantona, jugando para el Man U cuando, en 1995, en el estadio Shelhurst, desesperado, salió del campo y dio una patada de kung fu a un aficionado en las gradas que, al parecer, lo hostigaba.
La agresión le salió carísima al marsellés. Además de ser suspendido casi un año como jugador activo, tuvo que pagar con cárcel, pena que conmutó con horas de servicio comunitario.
El incidente sirve como piso a partir del cual se establecen parámetros para penalizar conductas antideportivas y hasta antisociales, de jugadores de futbol dentro y fuera de la cancha. La semana pasada, jornada 5 del torneo Clausura 2015, Marco Palacios, de Morelia, recibió un puntapié de Darwin Quintero, del América. Más precisamente hay que decir que El Pikolín fue objeto de un gesto hostil, porque recibió en el estómago una ligera patada, aunque se revolcó como si en la panza estuviera regurgitando la cicuta, agujerándole las tripas.
Le dieron dos juegos de castigo al cafetalero.
Pero luego, en ese mismo juego, Palacios se desquitó con una de las agresiones más bajas que hay en el futbol: el escupitajo. No puedo entender cómo es que un jugador, en el punto de ebullición de un partido, puede dejarse llevar por semejante bellacada. Los que hemos estado en un terreno de juego, en el plano profesional, entendemos que la cabeza es una olla exprés. Si el futbolista no sabe mantener el equilibrio es muy fácil que explote.
Evidentemente, Palacios estaba enrabiado, porque arrojó un escupitajo a la nuca de Oribe Peralta. O por lo menos es lo que se ve en las imágenes de la televisión. La pena aplicable para estos desplantes, según los códigos punitivos del balompié azteca, es de seis encuentros, lo cuál implica perder, más o menos, una tercera parte de la liga.
Antes del mundial del 2002, José Luis Chilavert, gloria en el arco paraguayo, escupió en el rostro a Roberto Carlos, de Brasil, porque supuestamente lo insultó llamándolo indio. La FIFA no tuvo piedad y lo dejó fuera cuatro encuentros, con lo que se perdió el arranque del mundial ese año.
El gesto de Pikolín Palacios me mueve a reflexionar sobre la laxitud de las sanciones en México que, por lo general, nunca son aleccionadoras. No hay certeza de que vaya a ser sancionado, lo que moverá a otros jugadores a hacer lo mismo, sin el temor de ser objeto de represalias estatutarias.
Una de las funciones de los castigos es dar satisfacción al agredido, por supuesto. Pero también, como dicen los románticos de la lex, sirven para dar ejemplo, son como regaños para todos, advertencias de lo que puede ocurrir a quienes caigan en las mismas desviaciones.
La NFL, liga profesional de futbol americano, es considerada la mejor liga organizada en el mundo. Uno de los factores que la enaltecen es su inflexibilidad en la aplicación en las reglas. Aunque ocasionalmente incurren en gazapos procedimentales, son irreductibles cuando se trata de aplicar castigos a quienes echan desdoro a la institución, u observan manías que son reprochables al interior y al exterior.
Pero en el circuito del futbol mexicano, no hay rigor estatutario. Los castigos se mueven de acuerdo a conveniencia de la liga. El Maza Rodríguez debió ser suspendido una temporada entera por pintar el dedo a los aficionados, pero como estaba en puerta un mundial, la ofensa se dejó pasar. Por el mismo gesto debió haber sido despedido Justino Compean, presidente de la Femexfut, que insultó a aficionados en Honduras.
Pero acá, las bajezas no son motivo suficiente para imponer sanciones.
No hay seriedad.