
Los juegos olímpicos le rinden tributo a los héroes, a los dioses del Olimpo, convertidos en próceres por su capacidad superior. Más rápido, más alto, más fuerte. El lema olímpico resume, de un plumazo, las cualidades de los mortales que son los mejores en una de las tantas disciplinas por las que se compiten, y por las que son otorgadas medallas que premian la excelencia atlética.
Cuauhtémoc Blanco fue, en muchas ocasiones, el atractivo del circo. El niño lobo, con pelos en la cara; la mujer barbuda; el tragador de sables. El jorobado, claro. Cuando no había nada qué comentar en el futbol mexicano, surgía algún desplante del irreverente chilango para encender la mecha y alimentar de polémica algunas aburridas jornadas del futbol mexicano.
Afortunadamente, el Temo nunca tuvo pretensiones intelectualizantes ni atisbos de catequista, como le ocurrió en un tiempo a Hugo Sánchez, en México o más abajo del hemisferio, a Maradona, que es deslenguado y silvestre, como un botija que gusta decir verdades sin medir consecuencias, ni cristales rotos.
Pero Blanco acostumbró guardar distancia del histrionismo ilustrador, incluso en estos momentos de su carrera, en los que anuncia su retiro de la Selección Mexicana y ya puede considerarse un sabio de las canchas, con autoridad para escribir sus memorias para que sea libro de consulta. La noticia de su separación del Tri tiene repercusiones en el ánimo de los aficionados mexicanos con reverberaciones de tragedia pop, similar al cataclismo que siguió a la desintegración de los Beatles.
Son 13 años larguísimos los que el 10 de las Aguilas sirvió al país y un poco más al América, equipo en el que saltó a la palestra profesional a los 19 años para convertirse en una leyenda del balompié nacional.
Las estadísticas hablan de un jugador consistente y profesional, lo cual lo hace digno de aplauso. Pero, más allá de la disciplina encomiable, fue siempre su personalidad magnética la que provocaba tumultos, polémica y adoración de la fanaticada.
Si hace algo Blanco, la mitad del país lo reprocha y la otra mitad lo repudia. Eso, en la primera semana. Ya en la segunda, posterior al hecho, se analizan las causas y consecuencias de ese acto.
Es inextricable el intríngulis mental de Blanco, que parece vivir en una moralidad ambigua, propia de él, pero con el corazón abierto a sus amigos, a la fanaticada y a las chicas.
En la teoría del drama los personajes contradictorios son los más interesantes. Cuau está lleno de contrapuntos, lo que parece fascinar a sus seguidores, que son los mismos que de soslayo ven los culebrones que sus esposas siguen en televisión. Con el ceño fruncido, alopecia crítica, corto de recursos lingüísticos, y escasas habilidades sociales, parece que la joroba es el más grande atractivo de quien ha sido la mayor gloria del juego en México en las últimas dos décadas.
María Félix encontró fascinante a ese vejestorio con pinta de ranita escuálida que tocaba el piano como los dioses y se hacía llamar Agustín. Algo le encontró a él, como las frondosas vedettes de ahora encuentran irresistible al peladito que salió del barrio para convertirse en un millonario orgulloso de sí mismo, que presume atuendos kitsch y que, aunque lo quisiera, no puede negar su origen del arrabal.
Aún le quedan un par de temporadas en activo a Blanco. Ya no podrá emular sus proezas de mocedad. Jamás volverán a lucir sus bicicletas como cuando volaba por la banda derecha en el Azteca. Quizá saque a relucir algunos pasos de lujo como la ‘cuautemiña’ o la jorobita, con los que asombró al mundo en alguna ocasión. Pero ya será para deleite de la tribuna, instalado, de nuevo, en su rol de mujer barbuda, tragasables o jorobado del circo.
Le resta gozar de la admiración y el gusto del público por su leyenda, que será como la de muchos un libro que no se empolvará y al que habrán de regresar las generaciones futuras para consultar como se juega al futbol y se encanta a las masas.