Dicen que “el que agandalla no batalla” y hay quienes hacen de esa sabiduría popular un estilo de vida. En la ciudad hay hombres y mujeres que viven de la buena voluntad de los demás, ya sea fingiendo un impedimiento físico o estar comprometidos con alguna noble causa.
Este negocio es tan redondo que los pedigüeños llenan sus bolsillos no solamente para pasar el día, sino que en algunos casos les da para vivir bien, comprar auto y hasta financiar negocios.
Tal es el caso de Adrián (así dice llamarse), como es conocido por quienes trabajan en la zona comercial Morelos, en el corazón de Monterrey. Un joven que solicita dinero para organizaciones de beneficencia y aparenta necesidad, pero en cuanto termina su “jornada laboral”, cambia a dólares sus ganancias y se sienta a comer tranquilamente en los centros comerciales tomando la cantidad necesaria de la alcancía que siempre le acompaña.
Aparece regularmente por las tardes en el cruce de Morelos y Leona Vicario. Este vivales de la generosidad solicita monedas en las calles y utiliza como argumento el apoyo a diversas causas, desde los ancianos, hasta los niños sin hogar e incluso finge una discapacidad intelectual, pero cuando abandona su crucero se convierte en otra persona.
Porta un gafette que lo acredita como miembro de la asociación “Amigos del Pobre”, asegura no utilizar el “boteo” como herramienta para la recolección de recursos.
Es más, cuando llega la noche de los fines de semana se vuelve un asiduo cliente del bar Antrópolis, ubicado en el Barrio Antiguo, donde más de una vez se le ha visto portarse generoso e invitar cervezas a sus acompañantes. Y claro, también la discapacidad física desaparece para dar lugar a un bailarín promedio de música ska.
Por eso, al transitar por la calle Morelos, y si se traen algunas monedas sueltas y el ánimo generoso, hay una multiplicidad de “causas” y “casos” a los que se puede ayudar.
Y aunque hay quienes tienen verdadera necesidad y sobreviven de esas monedas, otros son más falsos que un billete de dos pesos pero ya encontraron una forma lucrativa y sencilla de vivir bien.
Las chicas que desean apoyo para continuar sus estudios, aquel bondadoso joven que invierte sus tardes pidiendo un donativo para los desposeídos o un buen tipo que se “haya quedado sin gasolina” y esté en una situación de emergencia.
Ataviados con una sonrisa y una alcancía salen al paso de cualquier transeúnte en la calle Morelos y sus alrededores; piden un donativo que aseguran es apoyar a diversas asociaciones, muchas de las cuales ni siquiera existen.
Los niños con capacidades diferentes, los enfermos de cáncer y los ancianos son sus banderas favoritas, aquellas que conmueven el corazón de algunos incautos que caen en su charada y terminan desprendiéndose de algunas monedas.
Hay otros astutos que se acercan ofreciendo una paleta o un dulce a cambio de un donativo para terminar “sus estudios” pero ya hace mucho que pasaron su edad universitaria y la mayor parte del día la utilizan para pedir dinero, de modo que uno se pregunta ¿a qué hora van a la escuela?
La falta de gasolina o dinero para el camión es uno de los argumentos preferidos por muchos para obtener unas monedas; pero de monedita en monedita las cantidades se hacen cada vez más grandes hasta que hay quienes prefieren “pedir” tres horas al día que trabajar ocho.
En meses anteriores un reportaje de la televisión local (TV Azteca) puso en evidencia la historia de un hombre llamado Juan Castillo, que mientras en las mañanas pide dinero en algunos camellones del sur de Monterrey, fingiendo una discapacidad física, por las tardes sube a su coche Ford K para transladarse a su negocio propio, un bar llamado “Ocotes” que pudo montar gracias a las limosnas que recibe cada día de los conductores.
Esta ciudad conocida internacionalmente por su cultura de trabajo, la cual se presume en cuantos discursos oficiales hay oportunidad, también cuenta con esos “visionarios” que hacen de la mendicidad una gran industria.
EL LEON NO ES COMO LO PINTAN
Su figura algo encorvada y su mirada perdida ya son parte del paisaje en la zona comercial Morelos; ataviado usualmente con pantalones cortos y camiseta, sostiene en una mano una carpeta con fotos y en otra un bote para pedir dinero.
Dice llamarse Adrián y ser voluntario en una casa de apoyo para ancianos o huérfanos o niños con discapacidad… todo depende de quién le pregunte y del día de la semana.
Tiene problemas para hablar, algunas palabras ininteligibles salen de su boca mientras mueve la cabeza de un lado a otro emulando un tic nervioso; parece tener una malformación en la espalda de la que sabe sacar buen provecho al momento de acercarse a un incauto.
Con el tiempo se ha acostumbrado al rechazo de la gente que pasa y en ocasiones hasta lo empuja, pues al final del día su recompensa será más grande, cuando tenga llena su alcancía y se retire con su andar parsimonioso y la mirada perdida.
Mientras avanza por las calles del centro, no pierde oportunidad de colectar las últimas monedas de la tarde y al aproximarse a su objetivo su mirada recobra brillo, su figura rectitud y sus movimientos agilidad. Es inevitable la comparación con el actor Kevin Spacey en la escena final de la película Sospechosos Comunes.
Después de haber “trabajado arduamente”, este joven tiene ya la rutina de dirigirse a la tienda de autoservicio Súper 7, ubicado en la misma calle Morelos, donde cuenta sus gananas y pide a la cajera le cambie sus monedas por billetes de alta denominación.
La siguiente parada es la casa de cambio dentro del centro comercial Plaza México, donde solicita un cambio de divisas y posteriormente se dirige a comer, no le importa invertir hasta 70 pesos de sus “ganancias” en alguno de los combos que Subway ofrece a sus clientes.
Por si fuera poco, se da el tiempo para pasar por la tienda Waldo’s Mart, a comprar uno que otro regalito, saliendo muy contento antes de dirigirse a la avenida Juárez y tomar un camión que lo lleva con rumbo desconocido.
Algunas noches se le verá en un conocido antro del Barrio Antiguo, famoso por que nunca hay cover y la cerveza cuesta tan sólo 10 pesos. Ahí Adrián es el rey de la noche, invita cervezas a las chicas bonitas, baila al ritmo de la música ska y se embriaga con singular alegría.
Hace un mes, un par de clientes asiduas al mismo antro, Karen y Johan, lo reconocieron y enojadas decidieron acorralarlo.
Cuando lo vieron en la calle, unas horas antes, les contó una vaga historia sobre su labor altruista a favor de un asilo de ancianos y esa segunda vez, conforme la conversación y las cervezas avanzaron, el chico se descubrió hablando posteriormente de niños con cáncer para después referirse a las mujeres maltratadas.
“En la mañana anduve en Morelos y te me acercaste para pedirme un donativo para los niños con cáncer; te hiciste el tonto, como que no podías hablar ni caminar bien. Eres un fraude, ese dinero que pides es para tí y te lo gastas aquí en el antro, no tienes madre, ni siquiera sabes mentir bien”, le dijo con enfado Karen.
Adrián la miró incrédulo pero se repuso enseguida para soltar una estruendosa carcajada: “No hagas escándalo, tómate una cheve conmigo y te devuelvo tu donativo”, dijo.
Las chicas se alejaron ante la mirada cínica del joven, quien no dejó de bailar al ritmo de Panteón Rococó.
LAS ETERNAS ESTUDIANTES
Zulema cambia de carrera cada tres días; en menos de un año ha sido estudiante de Medicina, Derecho, Nutición y Enfermería; además su lugar de origen también cambia a menudo, igual puede ser de San Luis Potosí, Veracruz o Tamaulipas, eso depende de quién le pregunte.
Lo que jamás modifica es el provocativo atuendo con el que pide a los transeúntes un apoyo para terminar sus estudios. Los pantalones cortos entallados y las pequeñas blusas de tirantes son la vestimenta más efectiva para su labor; ella no pide dinero, vende paletas de dulce o separadores de libros a quienes tranistan por la plaza comercial.
Sin embargo son pocos lo que toman el producto ofrecido y muchos quienes se detienen a conversar con la chica y una amiga suya, que recientemente la acompaña; generalmente hombres jóvenes, son los que tras una breve conversación sacan de sus bolsillos unas monedas que la chica guarda con celo en su cangurera mientras acecha a una nueva víctima.
Las chicas acostumbran visitar por las tardes esta zona comercial, coquetean un poco con los hombres, buscan la empatía de las mujeres y la ternura de los hombres mayores.
El pasado 23 de agosto, en tan sólo 20 minutos, igual número de personas cooperó para el supuesto “futuro profesional” de las pedigüeñas.
Rosy, dependienta de un pequeño snack cercano al “centro de operaciones” de Zulema cuenta: “ Tiene años que viene a pedir, por temporadas, pero siempre dice una cosa distinta, esa chava no estudia, de hecho dice mi jefe que ha trabajado en varios locales de por aquí, pero que es muy problemática y poco aguanta en los negocios por eso ahora trabaja por su cuenta”, dice antes de soltar una carcajada.
Ya más tranquila la empleada confiesa que si tuviera un poquito menos de vergüenza haría lo mismo que la pedigüeña, pues en menos horas de “trabajo” gana mucho más y no tiene que responderle a nadie.
“En serio que si fuera más gandalla mejor me iba a pedir para mis estudios o para los niños pobres, pero los de mi casa, porque tengo dos chamacos a los que no les caería mal un poco más de dinero y más tiempo con su madre.
“Aquí hay muchos que piden y da coraje, porque les quitan la clientela a quien de verdad no tiene otra opción; los cieguitos que andan por aquí, las viejitas y los niños de la calle, ésos son los que necesitan unos pesos para comer, no estos canijos que seguramente se lo van a gastar en los antros”, dice con furia.
Pero si uno quiere ayudar a quienes verdaderamente están en desgracia no tiene más que caminar unas calles rumbo al Barrio Antiguo y un poco más lejos, en los Condominios Constitución, donde es posible encontrarse con “Chacho”, un hombre cuyo coche se queda sin gasolina todos los días entre 20 y 30 veces, mismas que solicita dinero a los transeúntes.
“Chacho” es un hombre con muy mala suerte, pues además de estar recién llegado de San Luis Potosí tiene un pariente enfermo en el Seguro Social, acaba de salir de la cárcel y no tiene cómo llegar a su casa en Cadereyta.
Le cuesta –aparentemente– mucho trabajo acercarse a pedir apoyo, siempre anticipa lo apenado que está “por tener que molestar, pero no lo haría si no tuviera una necesidad real”. Incluso finje que es un hombre de grandes principios, pues se ofende terriblemente cuando uno duda de sus intenciones.
La actuación con la que convence a sus víctimas debe ser tan buena que lo tiene deprimido, a juzgar por las noches enteras que pasa en el bar “Picolos”, ubicado en la calle Florencio Antillón, frente a los condominios Constitución, donde los pesos recolectados se convierten por arte mágica en refrescantes cervezas.
Como Adrián, Zulema y el “Chacho” hay miles de vivales en la ciudad, posiblemente mejor alimentados y vestidos que muchos que cumplen una jornada laboral completa trabajando duro por un salario.
Cuando el negocio de “pedir” deja de ser una travesura de adolescentes que buscan reunir dinero para los juegos de video o el cine y se convierte en un modo de vida, siempre habrá quienes digan “esta boca es mía” y emprendan la ardua labor de estirar la mano y bajar la mirada.