
Desde hace años la sociedad mexicana dejó de indignarse con la corrupción política mexicana cuando vieron en el crimen organizado algo peor que funcionarios que salían de sus despachos con maletas repletas de dinero mal habido. Con ello la vara para medir qué era lo peor del país estaba más alta.
Sólo así se explica que el PRI con ex gobernadores en la cárcel o prófugos como Tomás Yarrington, Javier y César Duarte, Roberto Borges y Andrés Granier haya ganado las recientes elecciones del Estado de México y Coahuila.
Cuando en 2006 México empezó a descomponerse con una violencia incontrolable desde los primeros días del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, el narcotráfico y sus miembros vinieron a ser considerados “lo peor de lo peor” en México,
bajando de ranking a la clase política corrupta.
Por eso el miedo de los mexicanos no era ser puesto a cuota en su negocio, secuestrado, extorsionado o, en el peor de los casos, herido o muerto en fuego cruzado. Y lo que menos importaba era si fulano, sutano o perengano; gobernador, alcalde, diputado, secretario o director; del PRI, PAN, PRD, PT, MC o Morena era un corrupto.
Esa es la realidad del México actual, donde el narcotraficante se convirtió en un molde a copiar por los jóvenes que buscan tomar el camino más fácil para tener una vida, aunque sea corta, bastante holgada entre mujeres, drogas y la adrenalina de enfrenar a balazos a las fuerzas armadas.
¿Pero qué piensas de los políticos corruptos?, alguna vez pregunté a estudiantes. Y la respuesta fue tajante: “Esos siempre van a existir”. Lamentablemente.
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